viernes, 19 de abril de 2013

Yucatán: Caribe y cultura milenaria

Si, es cierto que se ha convertido en un espacio un tanto artificial por culpa del turismo de masas, al que contribuí yo también al alojarme en el mejor hotel en el que he estado en mi vida, un megacomplejo de siete restaurantes, dos piscinas, selva propia y playa privada en pleno Mar Caribe. Pero también es verdad que se comprende la razón de tanto poder de convocatoria. La península mexicana del Yucatán, apodada con el cursi apelativo de ‘La Riviera Maya’, presume de unas playas espectaculares, de arena fina y blanca y agua azul turquesa, y del inmenso, impresionante y extensísimo legado arqueológico que ha dejado una de las mayores civilizaciones que ha conocido la Humanidad: los mayas.

Son las dos principales armas de esta increíble zona del Sureste mexicano, pero no las únicas: la exquisita comida, la densa selva que lo invade todo, los increíbles cenotes (lagos de agua subterránea), las ciudades coloniales (Valladolid, Mérida), la extensa oferta de ocio tanto de relax como de aventura, el sol que nunca descansa, las aldeas que te reencuentran con el verdadero México, la hospitalidad y simpatía de la gente -en algunos casos forzada para sacar algún que otro peso-, la extensísima, colorida y peculiar (para un europeo, claro) fauna tanto terrestre como marina, el lujo al alcance a un precio razonable… son motivos de sobra para comprender el gran poder de atracción de este lugar. 

¿Cuál es la pega, entonces? Pues la que suele haber en los espacios tan frecuentados: la pérdida de identidad cultural, la masificación, la concentración de turistas que sólo piensan en bebida y playa, la sensación de ‘parque de atracciones’, el excesivo peso del dinero, el deterioro de inmensas áreas naturales para construir megahoteles… Todo eso provoca que el visitante medianamente inquieto necesite salir del Disneyworld en el que se ha convertido el Yucatán y acercarse al México real. Pero todo tiene una solución: si alquila un coche, como fue mi caso, tendrá en su mano conocer mucho más de cerca la esencia de este maravilloso país de habla hispana, personalidad única y riquísima cultura.

Vamos a dejar de lado los supercomplejos hoteleros para acercarnos a lo realmente valioso de la Península del Yucatán. Empezando por la cultura azteca, que ha dejado allí joyas en forma de las colosales ciudades de Chichén Itzá, Cobá o Tulum, que no se pueden dejar de visitar. La bonita y fantásticamente conservada Ek Balam es otro extraordinario lugar, así como la grandiosa Uxmal.

Chichén Itzá es uno de los espacios históricos más conocidos del mundo, un área gigantesca en medio de la selva plagada de templos increíblemente conservados que nació en el siglo VI d.C. en honor al dios Kukulcán, quien preside el sitio. La palabra “impresionante” se queda corta para definir qué se siente al pasear inmerso en el vivo rastro de una civilización tan rica, tan poderosa, tan importante en la historia de la humanidad. Por desgracia el “momento zen” se suele interrumpir cada dos por tres por culpa de algún grupo de turistas haciendo el tonto o a causa de las llamadas de una multitud de vendedores más pesados que una vaca en brazos. Es el precio que hay que pagar por encontrarse en uno de los sitios más populares del mundo… De cualquier manera, imprescindible la visita a Chichén Itzá, de la que destacan el Templo de Kukulcán, el de las Mil Columnas y el estremecedor Cenote Sagrado, gigantesco agujero en la tierra que vio en el pasado miles de sacrificios a los dioses. 

Cobá no es tan popular ni mucho menos como Chichén Itzá, pero presume de ser más auténtico. Escondido en medio de una frondosísima selva que abarca hasta donde alcanza la vista, es otro enorme vestigio arqueológico plagado de templos. No está prácticamente reconstruido, el entorno natural en el que se encuentra se ha mantenido intacto y la afluencia de público es relativamente escasa, lo que le otorga una mayor sensación de realidad. Subir a su pirámide principal y contemplar desde lo alto las ruinas de esa increíble civilización escondidas en el frondoso bosque fue quizás lo más emocionante de lo mucho emocionante que viví en México.

La trilogía de visitas arqueológicas se cierra con Tulum, que sin llegar al valor arqueológico y la extensión de las dos ciudades anteriores presume en cambio de encontrarse en un lugar privilegiado: a orillas del famoso Mar Caribe, que baña las ruinas generando un cuadro impresionante que aúna belleza natural y arqueológica como en ningún sitio que recuerde. Otra experiencia increíble fue bañarse en el agua azul verdosa de una playa de arena blanca y fina con un templo maya a la vista asomándose al mar. Y eso sólo se puede conseguir en Tulum. Por cierto, el lugar está plagado de iguanas, curiosos y tranquilos animales (a los ojos de un europeo) que se mueven calmadamente entre las ruinas o toman el sol como si nada fuera con ellos. A más de uno le generan aprensión; a mí me resultaron muy simpáticos.

El intenso calor se hace sentir a todas horas, incluso aunque sea invierno. Por eso, la mejor manera de refrescarse (en lugar de esperar a que caiga sobre ti una impresionante tormenta tropical) es bañándose en las lagunas de uno de los miles de cenotes que han convertido esta Península en un queso de gruyere. Empezaremos por definir lo que es cenote, una depresión geográfica -en maya significa “caverna con agua”-, y acabaremos por señalar que la mayoría de ellos están enclavados en entornos mágicos con características comunes: agua cristalina y fresca, exuberante vegetación, rotundas rocas verticales alrededor y una iluminación especial. Bañarse en uno de ellos, o en varios, genera una increíble sensación -por la temperatura y la belleza del entorno- y refresca al viajero para volver a enfrentarse con ganas al calor de México. El más conocido es el de Ix-Kil, cerca de Chichén-Itzá, pero hay muchísimos para elegir en el Yucatán.

Una manera de acercarse al México real, algo que en ocasiones se echa en falta en esta región, es visitando una ciudad con historia, como puede ser el caso de Mérida o de Valladolid. En estas alegres y vivas urbes se puede de verdad conocer el modo de vida mexicano, acercarse a sus costumbres o contemplar su arquitectura colorida tanto en las calles como en las iglesias. Paseándolas se reencuentra uno con la esencia del país que tan escondida está en la Riviera Maya. 

Cancún, por supuesto, no tiene nada que ver. Es un municipio moderno, turístico, hiperpoblado (sobre todo, de extranjeros y mexicanos con dinero) y sin encanto histórico aunque con muchos atractivos para los hedonistas: playas gigantescas, casinos, discotecas, yates… hablando de barcos, desde allí parten cruceros hasta la cercana y agradable Isla Mujeres, que supone una buena excursión de menos de una hora.     

No podemos dejar de lado la obligación de hacer buceo en México. Acostumbrado a ver ‘cuatro sardinas’ en el Mediterráneo o el Atlántico, quien observa el mundo submarino por primera vez en el Caribe se encuentra ante otro planeta: un maravilloso “collage” de peces de mil colores y tipos pueblan los cristalinos fondos, que a su vez lucen todavía más gracias al atrayente verde fosforito de la barrera de coral. El espectador se sumerge, nunca mejor dicho, en un mundo onírico que jamás ha imaginado por mucho documental que haya podido ver antes y del que no quiere salir. Otro de los millares de momentos mágicos que ofrece una visita al Yucatán.

También se puede hacer buceo en los conocidos Xcaret o Sel-ha, especie de megaparques de atracciones acuáticos que cuentan con la peculiaridad de que dan al mar y que ofrecen múltiples posibilidades de ocio (incluida la típica, nadar con delfines), salir de marcha en ciudades modernas y turísticas como Playa del Carmen, recorrer en un jeep Sian-Kan, vasta y semidesierta reserva de la naturaleza plagada de manglares y playas, atravesar la poblada selva o acercarse a las pequeñas aldeas que te reencuentran con el pasado, con los orígenes de los que a veces reniega, por culpa del poder del dinero, esta zona de México. O disfrutar de la comida, que recuerda en parte a la mediterránea: sana, sabrosa, con predominancia del pan, la carne, la verdura y la fruta… aunque con el gusto por el picante tradicional en este país. Así es esta maravillosa región que tiene prácticamente de todo y que despierta los sentidos del visitante a cada segundo.


domingo, 31 de marzo de 2013

Tenerife: todas las Islas Canarias en una


 
12 reportajes ya en este blog y no había hablado aún de las maravillosas Islas Canarias, un crimen que no dejaré pasar una semana más.  Esta Comunidad Autónoma española rodeada de Atlántico por todos lados es una región especial, mágica, tan diferente a todo en la Península y por otro lado tan nuestra, que puede presumir además de una personalidad propia, de un sello diferencial. Desde que visité las Islas Afortunadas (qué nombre tan apropiado) por primera vez ya he estado allí en cinco ocasiones, y las que me faltan. Desde el primer momento me engancharon las Canarias, con las que me une desde entonces no una vinculación familiar ni cultural, sino un lazo mucho más importante aún: el emocional.

Es difícil llegar a las Canarias y no encariñarse con ellas: sus paisajes imposibles modelados por el vulcanismo, su inmensa variedad natural, sus especies endémicas, sus playas repletas de vida, su arquitectura colonial, sus papas con mojo, su eterno clima de verano suave, su música relajante,su tranquilidad y alegría. Y, sobre todo, su gente, que es también parte del fantástico patrimonio del que pueden presumir las islas. Gente tranquila, bondadosa, sencilla, que mira siempre la vida con calma y una sonrisa en la cara; gente que te hace sentir como en casa, que transmite siempre un modo de ver la vida envidiable para el peninsular (o godo, como nos llaman los isleños). Sumergirte en las Canarias supone así bajar las revoluciones, relativizar los problemas y mirar la vida con optimismo, aunque sea por unos días: un efecto tila que genera endorfinas, en definitiva.

Mi puerta de entrada a las islas fue Tenerife, y resultó un acierto la elección: esta ínsula, la mayor del archipiélago, es todas las Canarias en una, pues concentra y sintetiza en su paisaje, clima, arquitectura y gente todas las virtudes de las también maravillosas islas que la rodean. Su corona de reina de las Canarias (perdón a los grancanarios) la pone el grandioso Teide, el monte más alto de España, que vigila y domina a las otras islas y al Océano Atlántico por encima de un casi perpetuo mar de nubes.

Sin embargo no se puede dejar de lado la realidad de que no todo en Tenerife es perfecto, como en cualquier lugar. La cara sur de la isla resulta estéticamente fea -un amplio, aburrido y anodino escenario de color terroso- y el turismo de masas y la especulación urbanística en algunas partes han alterado su esencia y deteriorado su entorno.

Quedémonos mejor con lo bueno, con todo lo increíble que esta isla tiene que ofrecernos. Dejaremos de lado, eso sí, la mitad sur de la misma, una inmensa masa de tierra y piedra de color marrón que conforma un paisaje anodino, seco y sin interés. Si acaso citaremos las buenas playas del suroeste -Las Américas, Los Cristianos-, que están plagadas de alemanes, ingleses y megaestructuras hoteleras; las supuestamente antiguas pirámides de Güimar, que resultan ser un fraude pues su origen data simplemente del siglo XIX; y alguna localidad costera interesante y agradable como es el caso de Candelaria, donde se encuentra la patrona de las Islas Canarias. Tampoco nos detendremos demasiado en la capital, Santa Cruz de Tenerife, un amplio municipio costero que no llama la atención ni por bonito ni por feo aunque cuente, como toda capital que se precie, con numerosos puntos de interés: la Plaza de España, el Auditorio, museos, iglesias y playas cercanas…

Pero vamos con lo realmente interesante a mi juicio (y al de muchos) de la isla: la cara norte, que gracias a su diferente clima –la gran barrera del Teide resulta decisiva- presenta un aspecto totalmente diferente al sur: una frondosa vegetación que forma suaves lomas, que siempre con el gigante vigilando descienden hacia el revuelto Atlántico. Dragos (el símbolo de las Canarias), plataneras, tabacaleras, cactus y diversidad de especies vegetales y campos de cultivo pintan de verde el paisaje de la preciosa zona norte tinerfeña.  

Empezamos nuestra visita norteña dando un paseo por La Laguna, antigua capital del país y cuya belleza, historia y armonía sonrojan a la cercanísima Santa Cruz. Se trata de un municipio agradable y tranquilo, prácticamente llano, empedrado y plagado de casas de colores de estilo colonial que recuerdan inevitablemente a Hispanoamérica (muchas veces se tiene esa sensación en las Canarias). San Cristóbal de La Laguna, núcleo urbano más antiguo del Tenerife merced a sus 500 años de vida y Patrimonio de la Humanidad es un perfecto lugar para una vuelta relajada y contiene además muchos edificios de interés cultural tales como la Catedral, la Iglesia de la Concepción, el museo de la Ciencia y el Cosmos y el de la Historia, El Palacio de Nava, la Plaza del Adelantado, el Santuario San Francisco de Venara o sus numerosas casas señoriales.

Salimos de La Laguna y cambiamos de tercio, pasando de una ciudad interesante a la naturaleza salvaje que desborda la Península de Anaga, al noreste de Tenerife. Se trata de un área increíblemente frondosa y montañosa, envuelta a menudo en una densa niebla, que además se mantiene prácticamente virgen al no haber caído en las redes del turismo. Sólo algunas poblaciones pequeñas aparecen en el exceso de paisaje de una zona perfecta para realizar senderismo entre la montaña y el mar.

Nuestro siguiente destino, yendo hacia el oeste, es el Puerto de la Cruz, agradable población de tamaño mediano que no ha perdido su encanto pese a su fuerte poder de atracción turística. Pegado al mar, en lo más bajo del suave aunque inmenso descenso de color verde desde el rey Teide, es un municipio que mezcla de una manera equilibrada el urbanismo moderno y el antiguo, la vanguardia y la tradición, su carácter canario con la influencia foránea. El casco viejo, las fortificaciones defensivas, el puerto o el Loro Parque son algunas de sus atracciones, pero su mayor baza es Playa Jardín, una bonita ensenada de arena negra custodiada por un mar de vegetación. La mejor playa de Tenerife en mi opinión, por el lugar en sí y por sus bonitas vistas.

Un poco más arriba se encuentra La Orotava, que da nombre al valle que acoge ambos municipios. Es una bonita y próspera población que condensa como pocas el estilo arquitectónico de las Islas Canarias, amén de sus costumbres y modo de vida. Las casas señoriales de estilo colonial, con elegantes y coloridos balcones de madera, son su sello distintivo, y acoge numerosos y pequeños museos que recogen las tradiciones de las islas.

Salimos de nuevo a la carretera del norte y siguiendo hacia el este nos encontramos otro lugar con encanto: Icod de los Vinos. Población con un interesante, sencillo y cuidado casco antiguo colonial, en el que el blanco de las casas y el color madera de los balcones predomina… y que presume por encima de todos de su drago, el Drago Milenario. Este árbol de una especie tan curiosa –endémica de Canarias, Madeira, Azores y Cabo Verde- es el más antiguo de las Islas Afortunadas y se ha convertido en uno de sus símbolos. Se trata de un gran ejemplar de entre 500 y 600 años que atrae las miradas sorprendidas de los muchos turistas que se dejan ver por Icod.

A pocos kilómetros se encuentra Garachico, otra bonita y tranquila localidad que saca pecho gracias a sus piscinas naturales, su puerto y, sobre todo, su rica historia. Basta con decir que los padres de Simón Bolívar, uno de los héroes de la emancipación americana, nacieron allí.

En la punta noreste, si el conductor se ha atrevido a atravesar una más que preocupante zona de desprendimientos hasta llegar a la recóndita y árida punta de Teno, coronada por su famoso faro, el paisaje nos regala una vista espectacular: la de los Acantilados de los Gigantes, descomunales paredes verticales de hasta 600 metros que mueren en el mar, y que los guanches consideraron en su día el fin del mundo. Bien desde tierra firme o desde cualquiera de los muchos barcos que se acercan a ellos la visión de esta maravilla de la naturaleza es estremecedora.

Más estremecedor resulta todavía hacer la ruta de montaña que conduce a la pequeña villa de Masca, recorriendo una carretera sinuosa y estrecha rodeada de barrancos , que parece diseñada por el mismo demonio y que pondrá los pelos de punta al más pintado. En algunos tramos simplemente no caben dos vehículos a la vez, por lo que si se cruzan uno de los dos debe descender, con el precipicio debajo, hasta llegar a alguna curva que permita el paso. El espectacular y rotundo paisaje que rodea al viajero por todos lados compensa en mi opinión el susto que está obligado a pasar si corre sangre por sus venas.

Tenerife provoca emociones intensas en el viajero, pero nos hemos dejado el plato fuerte para el final: el rey Teide, el monte más alto de España y que a su grandeza une una belleza y originalidad tales que se ha convertido en una cima mítica. Realizar el ascenso hasta él es la mejor experiencia que se puede tener en Tenerife, sin duda: primero atravesando un frondoso bosque de pinos canarios, plagado de miradores por encima de las nubes, para luego alcanzar un desierto de mil colores fruto de la naturaleza caprichosa del volcán que desemboca en el tramo final del coloso. Boquiabierto a cada segundo que pasa, el viajero trata de asimilar la sobredosis de colores y formas originales que devora sus sentidos, sin conseguirlo.

La carretera muere a más de 2.000 metros en la base de la parte alta del Teide, desde donde tocará coger un funicular -si no se quiere ir a pie- para recorrer los últimos cientos de metros y alcanzar casi la cima. Desde allí (habiendo pedido un permiso antes, pues el acceso está controlado) se deberán recorrer, ya a pie, más de 150 metros para alcanzar tras un camino de rocas los 3.717,98 de los que presume el gigante de España en su cima. Parece fácil pero no lo es, ya que a esa altura el oxígeno escasea y el corazón se acelera cada pocos pasos: tanto, que un cartel recomienda parar frecuentemente para no tener un susto cardiaco. Es cierto, ya que notas cómo el corazón se dispara e incluso las piernas flaquean si das tres o cuatro pasos de más.

Pese a todo, no es peligroso tomando las precauciones oportunas, y el premio que espera es descomunal. Tras un último tramo en el que no habría sorprendido encontrarse al demonio, entre gases volcánicos y un fuerte olor a azufre que emana el interior del volcán, se alcanza el punto más alto de España. Coronar su cima provoca una alucinante sensación de plenitud, por  dos motivos: primero, la increíble belleza natural que envuelve al caminante, fruto no sólo del irreal entorno volcánico que le rodea, sino de la visión en un día despejado del mar y las otras islas y en uno más cubierto de la vista de otro mar, el de nubes que abraza la cúspide del gran volcán; y segundo, por esa satisfacción infantil que se siente siempre al alcanzar un lugar límite, un récord nacional, una cota terrestre. Resulta difícil asumir en un lugar como esos que en algún momento te tienes que marchar.

Eso mismo sucede al coger el avión que te devuelve a la Península, una nostalgia inmediata de lo que acabas de vivir y, sobre todo, de sentir. Pero las Canarias están siempre ahí, tan cercanas y diferentes a todo a la vez, y cuando sales de ellas sabes que esa despedida no será nunca un adiós, simplemente un hasta luego.

viernes, 8 de marzo de 2013

Budapest: un placer para los cinco sentidos

Contemplar el grandioso Parlamento, asomarse al Danubio desde el Bastión de los Pescadores o recorrer con la vista la descomunal y legendaria Plaza de los Héroes (o la belleza de alguna chica húngara, perdón por el apunte infantil); recompensar primero el olfato y después el gusto saboreando un exquisito plato tradicional como el gulash; premiar al tacto con un baño de aguas termales y/o un masaje en uno de los numerosos y tradicionales balnearios de la ciudad; o escuchar todo tipo de música, desde la clásica con la que los artistas callejeros regalan el oído del paseante o la moderna, en todas sus manifestaciones (rock, pop, chill-out, rap, dance, hip-hop, electrónica, reggae, trip-hop) , que se puede escuchar en los variados y siempre animados locales de la capital húngara… . Eso nos ofrece Budapest: regalos constantes para nuestros cinco sentidos.
 
Siendo realmente bonita, esta gran urbe no sobresale tanto por su belleza como por la variedad de placeres que ofrece al visitante, quien recompensará todos sus sentidos a nada que decida aprovechar bien su tiempo allí. Podríamos definir Budapest como una ciudad completa, pues sea cual sea el interés del viaje (cultural, arquitectónico, gastronómico o de ocio) resultará difícil quedar decepcionado. Más aún si buscas disfrutar de todas las posibilidades que ofrece la localidad a la vez.
 
La ciudad nació fruto de la unión de dos municipios, Buda y Pest, situados a ambos lados del Danubio, que decidieron anexarse para compartir así sus poderes: la pequeña, montañosa y señorial Buda y la amplia y llana Pest. Pese a sus evidentes diferencias, o quizás gracias a ellas, conforman un conjunto  urbano muy interesante que embellece el gigantesco y popular río que las une.
 
Empezaremos hablando de Buda, que preside sin discusión su majestuoso castillo. Creado en el siglo XV, ha resurgido de sus cenizas una y otra vez sobreviviendo de esa manera a las numerosas batallas que le ha tocado sufrir, la última de las cuales (en la Segunda Guerra Mundial, cuando los nazis se refugiaron allí) le dejó prácticamente en ruinas. Hoy es uno de los principales símbolos de la ciudad gracias a su historia, su magnitud y su fabulosa ubicación.

Recorriendo un poco más Buda llegamos a otro lugar espectacular, el Bastión de los Pescadores, original fortaleza defensiva más moderna de lo que se cree (1902), que cuenta con siete fabulosas torres que representan a las siete tribus fundadoras de Hungría y que también sirve como un fantástico mirador del Danubio y de Pest. Pegada al bastión se encuentra la maravillosa iglesia neogótica de Matías, que resalta gracias a su elegante estructura y gran colorido tanto por dentro como por fuera.
Perderse en las elegantes callejuelas de Buda no será nunca una pérdida de tiempo, aunque se antoje necesaria otra importante visita en esta parte de la ciudad: la subida a la Ciudadela, fortaleza rodeada de un frondoso bosque y coronada por un ángel que, una vez más, regala unas vistas impresionantes. 

Bajamos de la colina, bien a pie o bien utilizando el popular funicular, y llegamos al margen del grandioso río, el Danubio, el segundo más largo de Europa (casi 3.000 kilómetros) y sin duda el más popular del Viejo Continente. Esta inmensa masa de agua cristalina que adorna y embellece la ciudad posee a la altura de la capital húngara una brutal anchura de aproximadamente medio kilómetro, convirtiéndole en protagonista de casi cualquier instantánea que se tome a la urbe. Por supuesto que tanto de día como de noche (gran opción también pues Budapest está fantásticamente iluminada) existe la posibilidad de coger un barco que lo recorra; las vistas son fantásticas, el único problema reside en hacia cuál de las dos orillas mirar.
 
No desmerece al Danubio el magno Puente de las Cadenas (1.853), el más conocido de los pasos que lo atraviesan. Dos leones de piedra lo vigilan a cada lado, y cerca de ellos parten las pesadas cadenas que lo sostienen. Parándote a contemplarlo te sientes insignificante, es sobrecogedora su magnitud (de largo, ancho y alto) pero más aún lo es el aire de grandeza que desprende esta imponente mole, símbolo del fuerte carácter de una ciudad orgullosa, magna y con un rico pasado. Hungría presume de él, y lo puede hacer gracias a los colosales monumentos que luce. 
 
Y como muestra, otro botón. Entrando en Pest y siguiendo la orilla del río no nos será complicado encontrar el Parlamento, descomunal edificio neogótico (de hecho es el más grande del país) construido entre finales del XIX y principios del XX y que nos recordará inevitablemente al de Londres –en el que está inspirado- aunque en otro color: si el británico se caracteriza por su color ocre aquí las paredes son de un blanco radiante y los tejados, entre los que destaca la inmensa cúpula, rojos. Si ya sorprende el elegante exterior también lo hará el interior, con nada más y nada menos que 691 salas plagadas de tesoros y obras de arte. 
 
  La grandeza de Budapest se manifiesta de nuevo adentrándonos en el interior de Buda atravesando una de sus amplias avenidas, la Andrassy -plagada de ricos e imponentes edificios-y situándonos en el centro de la Plaza de los Héroes. Se trata de un mastodóntico espacio urbano circundado por imponentes estatuas de los reyes, gobernantes y héroes del país desde la Edad Media, que dan fe del pasado de esta pequeña nación. Gobierna la plaza el Memorial del Milenio, que acoge las estatuas de los líderes de las siete tribus magiares que fundaron el país en el siglo IX y de otras personalidades de la historia húngara. A la nostálgica Hungría le gusta recordar.
 
Pegado a la plaza está el parque del Retiro húngaro, el Városliget, que sin ser tan bonito como el madrileño resulta un lugar amplio y agradable y posee además dos lugares de gran interés: el original Castillo Vajdahunyad, cuya arquitectura mágica copia la de otros edificios existentes en Hungría, y los populares baños Széchenyi, los más conocidos de la ciudad. Pero el capítulo de los baños húngaros lo dejamos para otro párrafo.
 
Inevitable es al referirse a Budapest no hablar del fuerte sello comunista que ha dejado la ocupación rusa hasta casi ayer, palpable en toda la ciudad en forma de grandes monumentos y anodinos edificios, especialmente en el distrito de Obuda. Pero, al contrario de lo que sucede en otros países como la República Checa o Polonia, en Hungría la gente tiene un carácter mucho menos reservado. Los húngaros son simpáticos y abiertos, rompiendo en parte el tópico referido a la frialdad humana en los países del Este. Además, comunicarse con ellos en inglés resulta sencillo y una opción más asequible que usar el imposible (para nosotros) magiar.
 
En la gran Budapest hay muchos más puntos de interés, entre las que destacaremos la agradable Isla Margarita, situada en el centro del Danubio, edificios monumentales como la Ópera o la Basílica de San Esteban, históricos como la Sinagoga u originales como la Basílica Rupestre, excavada en la roca del Monte Gellért.   

Imágenes: Fotopedia
Pero como esta ciudad no sólo sirve para hacer turismo sino también para vivirla, hablaremos ahora de la Budapest disfrutable. Algo que no se puede separar de sus populares baños públicos, que suponen el pasatiempo favorito tanto de los locales como de los turistas. Gozan de gran tradición no sólo en la capital sino en toda Hungría, sus precios no son elevados y se han convertido en una opción fantástica de relax y socialización. Aguas termales y gélidas, corrientes de distinta fuerza, espacios de diferentes temperaturas, masajes, saunas, piscinas interiores y al aire libre… conforman el mundo de los balnearios y suponen un relajante pasatiempo que no se puede disociar del Hungarian way of life.  Los Széchenyi, más populares y económicos, suponen una muy buena opción (doy fe), así como los más refinados, suntuosos y caros Gellért.
 
Pero en Budapest se puede disfrutar de mucho más: de su afición por la música, como sucede en casi todo el centro y el este de Europa; de su intensa vida nocturna; de su exquisita, abundante y contundente comida, entre la que destaca el sabrosísimo gulash (estofado de ternera , que suele ir acompañado de arroz y ensalada); de una vuelta en sus tradicionales tranvías; de las vistas aéreas y los frondosos bosques que pueblan las colinas de alrededor… y de sus precios económicos, que ayudan a disfrutar la ciudad a tope sin mirar demasiado el bolsillo. ¿Qué más incentivos se pueden tener para visitar la ciudad de los cinco sentidos?

lunes, 18 de febrero de 2013

Teruel: existe... ¡y es bonita!

En la vida en ocasiones no se nos mide por lo que valemos, sino por lo que queremos o sabemos transmitir de nosotros hacia el exterior; en otras palabras, por lo bien que nos vendemos. Muchas veces personas de un talento limitado gozan de una increíble fama, prestigio y repercusión, mientras que otras brillantes pasan desapercibidas por culpa de una mala campaña propagandística.

Esa máxima referida a las personas puede aplicarse perfectamente al mundo del turismo. Hay territorios, lugares y ciudades increíbles que bien por pertenecer a un país o región con menos nombre o fama, bien por culpa de una mala (o inexistente) campaña publicitaria, bien lastrados por un prejuicio o una leyenda urbana sostenidas en el tiempo o incluso por ninguna razón en particular se mantienen indiferentes al interés del viajero medio, que ni siquiera contempla qué atractivos puede tener ese sitio y que no llega ni a imaginar la posibilidad de desplazarse allí.
Uno de esos lugares por los que quiero romper una lanza es la pequeña ciudad de Teruel, que harta de ser tan injustamente ignorada histórica, geográfica y turísticamente tuvo la habilidad de idear un eslogan tan contundente como certero: Teruel existe. La urbe aragonesa sigue sin haber conseguido un importante poder de atracción en nuestro país -y no digamos en el extranjero- , pero al menos la frase ha conseguido su objetivo de llegar a mucha gente y despertar en ellos la curiosidad.

Eso sucedió en mi caso. ¡Algo debe tener Teruel!, pensé. Y me informé mejor sobre qué tenía que ofrecer la capital turolense, consiguiendo las ganas suficientes para animarme a pasar en un fin de semana allí. Y la verdad es que esa decisión resultó un acierto y la ciudad me acabó demostrando que no sólo existe, sino que además es bonita.
Bonita y pese a sus reducidas dimensiones muy rica artísticamente. El aislamiento geográfico, la timidez, la modestia y la pequeñez de Teruel esconden la realidad de que la urbe es con todo merecimiento la bandera del arte mudéjar en España. La ciudad es un auténtico museo de esta expresión artística con la que se combinó de una manera tan peculiar la arquitectura musulmana con la cristiana. El mudéjar -Patrimonio de la Humanidad en la ciudad y en la región aragonesa- regala a este apartado lugar un sello propio, una originalidad y una personalidad que no se ven fácilmente en otras poblaciones de nuestro país. 

Mudéjar aparte, Teruel ofrece un importante patrimonio modernista, un casco histórico tranquilo para pasear, la popular leyenda de los amantes, buen jamón y queso (bien conservados gracias al rigor del clima), veranos frescos y pueblos cercanos de interés como Albarracín, que merece un capítulo aparte. Y además resulta perfecta para una escapada corta ya que se ‘patea’ con facilidad en un par de días o incluso en uno. Son razones suficientes para una visita, ¿no creéis?
Hablaremos sobre todo de las principales muestras de mudéjar que se pueden disfrutar en Teruel, empezando por la originalísima catedral, que no os recordará a ninguna que hayáis visto: su base es mudéjar pero desde su origen en 1171 hasta las modificaciones recientes (de principios del siglo pasado) ha absorbido otros estilos como el plateresco, el gótico, el renacentista, el neoclásico y el modernista en una mezcla magistral. Si por fuera merece la pena por dentro todavía más, destacando la rica techumbre de su nave central.
Si resulta indispensable visitar la catedral qué vamos a decir del conjunto formado por la Iglesia de San Pedro y el anexo Mausoleo de los Amantes. La primera, gótica, llama la atención por su fascinante interior, de estilo modernista  neomudéjar (recuerda a la fantástica Saint Chapelle parisina gracias al color del techo, que remeda un cielo estrellado, y a sus fantásticas vidrieras, y cuenta con un soberbio altar mayor) y por su antigua torre del siglo XIII; la segunda merced a la popular leyenda encerrada en ese gran monumento funerario de sólido alabastro que llega a estremecer a causa del sentimiento que desprende: los amantes parecen unidos de la mano pero no lo están como símbolo del amor que nunca llegó a culminar.
¿Vamos con la leyenda, no? Eso sí, de manera resumida. Corre el siglo XIII cuando Juan Martínez de Marcilla e Isabel de Segura se conocen y se enamoran, ya desde niños, en la capital turolense. Pasa el tiempo y el hombre pretende casarse con la mujer, pero la familia de ella no le acepta al carecer éste de bienes. Juan parte a la guerra con el fin de enriquecerse y hacerse merecedor a su amada, logrando que se le conceda un año para regresar a Teruel y así poder casarse con Isabel… pero el año transcurre y el pretendiente no vuelve, así que su amada se casa con otro. Muy poco después Juan vuelve y pide un beso a Isabel, que se lo niega al ya estar desposada, y el joven muere de dolor. En el funeral que se celebra un día más tarde la mujer, arrepentida, acude al féretro y posa sus labios sobre los del muerto, falleciendo en ese mismo instante junto a él. Así, de esta manera trágica, acaba esta romántica y triste leyenda antigua con protagonistas reales -Juan e Isabel existieron- que ha situado en el mapa a una ciudad que sin embargo va mucho más allá de esta popular historia.
“Enamorarse es un deporte de riesgo en Teruel”, recuerdo que nos dijo el guía con el que visitamos la población. Y es que la de los amantes no es la única leyenda de amor y desgracia surgida en tiempos antiguos en la fría ciudad aragonesa. Contaremos una más, la de las torres de San Martín y del Salvador. Los encargados de ambos proyectos, los arquitectos mudéjares Omar y Abdalá, se enamoraron de la misma mujer, Zoraida, y pasaron de amigos a rivales. Ambos pidieron la mano de la chica al padre, y éste sentenció que se la concedería al que antes acabase su respectivo proyecto. El más rápido fue Omar, que convocó a toda la población turolense en el día del estreno de la torre creyendo que tenía asegurado su matrimonio con Zaida. Sin embargo, al destapar el trabajo y retirar el andamiaje constató que la torre, pese a ser muy bella, estaba claramente torcida. Tal fue su desazón que subió a lo alto de la misma y se arrojó al vacío. El amor de Zaida acabó siendo para el que tuvo menos prisa, Abdalá. Ambas torres, fabulosas, lucen hoy en día en Teruel junto con la de la Catedral, la de San Pedro y la de la Merced y rivalizan por llamar la atención del visitante. Realmente las cinco merecen la pena y honran merced a su imaginación decorativa no exenta de armonía el no siempre valorado arte mudéjar.
Las torres dan un sello distintivo a la pequeña Teruel, que también llama la atención del visitante por la magna y fabulosa escalera que da acceso al casco histórico. De más reciente construcción (1920-21) y de estilo -no podía ser de otra manera- neomudéjar, supone una grandiosa puerta de entrada al centro de la ciudad si bien no es la única, ya que existen numerosos accesos en la bien conservada muralla medieval que rodea el núcleo turolense.
El principal lugar de reunión y celebración de la villa, el punto de más vida de esta tranquilísima ciudad, es la plaza del torico -así se llama popularmente a la Plaza Mayor-, un  agradable espacio público porticado que, como no podía ser de otra manera en Teruel, está acompañado de una leyenda. Cuenta la misma que a finales del siglo XII los caballeros cristianos, tras haber doblegado a los moros, buscaban un lugar donde asentarse en la zona, y decidieron construir una ciudad allí donde se abatiese un animal. Un toro apareció un día (en el lugar en el que se halla hoy la plaza) bajo la luz de la estrella Actuel, y los caballeros decidieron darle muerte para posteriormente quedarse allí. De ese modo nació Teruel, cuyo nombre procede de la mezcla de Tor (toro) y uel (la estrella).

Leyendas aparte -prometo que es la última que cuento- la plaza también encierra interés artístico debido a su peculiar forma triangular, a la minúscula estatua del toro que la preside y al levantamiento de algunos interesantes edificios modernistas en derredor. Y como no todo va a ser leyenda y arte, os recomiendo que tomemos un descanso y nos quedemos de tapeo en la Plaza Mayor (lo de mayor es un decir) de Teruel, mejor en primavera o verano para no congelarse. El jamón y el queso son algunas de las especialidades de una zona que cuenta también con numerosos poderes gastronómicos, como sucede prácticamente en toda España.

La capital del sur de Aragón es una ciudad bonita, tranquila y agradable, rica en historia y arte, capital mundial del mudéjar, profusa en leyendas, fresca en verano, atractiva gastronómicamente. Considero que es una pena que no haya alcanzado la fama que se merece, pero en este reportaje he hecho lo que he podido por ella y sus numerosas virtudes. Os recomiendo una escapada a Teruel: doy fe de que existe… ¡y de que además es bonita!

viernes, 8 de febrero de 2013

Lot: armonía medieval en un lugar de cuento

Si pudiéramos pedir a la carta un lugar en el mundo a muchos nos vendría a la cabeza una tranquila comarca plagada de pueblos medievales magníficamente conservados enclavados en paisajes increíbles, que gozase de un clima agradable y presumiera de una fantástica gastronomía.

Ni estamos hablando de ficción ni nos referimos a la Hobbiton de El Señor de los Anillos, sino a un espacio real que además no queda demasiado lejos. Se trata de la increíble región de Lot, ubicada en el suroeste de Francia, una maravillosa provincia que combina como ninguna tierra las bondades antes descritas -arquitectura, naturaleza, clima y comida- y que conquista el corazón del viajero desde el primer segundo hasta el último.
En los cinco días que pasé allí, recorriendo todo lo que pude y más de la zona , llegué a la conclusión de que no se puede poner ni una sola pega a ese mundo de cuento, que es imposible encontrarle un sólo defecto: si acaso, que es demasiado perfecto. En cualquier momento esperas molestarte por culpa de alguna grúa que afee la panorámica de un pueblo, pasar por delante de una casa mal conservada, ver alguna basura que estropee el cuadro de un paisaje, escuchar un ruido que rompa un momento zen o probar un plato que no te acabe de convencer. Pero nada: la belleza y armonía de Lot no tienen ni una fisura.

Para tratar de pintar el cuadro empezaremos por el paisaje, una ordenada y agradable amalgama de prados verdes, campos de labor (viñedos, trigales…), pequeños bosques de árboles bajos y suaves lomas rota de vez en cuando por la presencia de impresionantes y escarpados cañones de roca caliza que imprimen un sello característico a la zona. A sus pies a menudo discurren amplios ríos de agua cristalina, que adornan todavía más la obra de arte que significa Lot.
La provincia es además una especie de queso de gruyere, pues consta de numerosísimas cuevas que componen un grandioso mundo subterráneo complementario al que está por encima. La más espectacular, sin duda alguna, es la Sima de Padirac, sin discusión la cueva natural más impresionante en la que he estado en mi vida. Es bonita como pocas, con formaciones rocosas de una imaginación que sólo puede ser fruto de la naturaleza, está fantásticamente iluminada e incluso goza de un pequeño río que se atraviesa en barca durante el recorrido, pero su mayor poder es su magnitud: 103 metros de altura y 32 de diámetro, que acaban de golpe con la sensación opresora que a veces se siente en una gruta. Durante la visita se explora más de un kilómetro de los ¡40! que tiene la descomunal red de túneles. La pega, la que suele darse en otros lugares famosos: la masificación turística, lo que no permite disfrutar la cueva tal y como se merece. De cualquier manera, imprescindible su visita si algún día viajáis a Lot.

Me he perdido en la sima de Padirac y toca ahora centrarse en otra de las grandes bazas de la zona, sus maravillosos pueblos. La mayoría de ellos son sencillos y carecen de grandes construcciones arquitectónicas pero se encuentran increíblemente conservados y cuidados. Con homogéneas casas de piedra de tejado rojo, a menudo rodeados por pequeñas murallas y encuadrados en lugares privilegiados, generan la atmósfera de fantasía medieval que se respira en Lot. La visita a cualquiera de ellos será un acierto, pero vamos a resaltar tres: Rocamadour, Saint-Cirq Lapopie y Loubressac.
El más conocido –merecidamente- de ellos es Rocamadour. Destaca por su espectacular emplazamiento, colgado de una grandiosa pared vertical de roca en la que se funde y por la que trepa hasta el castillo que lo domina. No es la única joya arquitectónica de la población, que cuenta además con un fantástico santuario del que resalta la iglesia de Notre Dame, hogar de la conocida Virgen Negra. Las fabulosas vistas desde lo alto del cañón de 120 metros de altura, el sabor medieval de su pequeña calle principal (plagada de tiendas de artesanía, adornada con numerosos carteles de hierro y circundada por arcos de piedra) y la presencia de una bonita cueva con pinturas rupestres completan la oferta de un municipio que no parece haber perdido su esencia pese a la llegada del turismo. Más bien lo ha sabido integrar de una manera sabia.

También maravilloso, aunque por otras razones, es Saint-Cirq Lapopie, pueblo de nombre muy cursi que sin embargo resulta tan bonito que se acaba disculpando su refinado apelativo. No tan popular fuera de su nación, en el país galo se le ha nombrado como ‘pueblo más bonito de Francia’, lo que es mucho decir. Quizás no conste de ningún monumento de especial interés a excepción de una gran iglesia y las ruinas de un castillo, pero la belleza de su uniforme casco histórico -en el que sus casas rivalizan en magnitud y grandeza- y, sobre todo, de su ubicación (en un alto plagado de verde que domina a la vez el cañón, la campiña y el río que corre a sus pies) lo convierten en un lugar mágico.
Otra villa increíble pese a no gozar de la fama de Rocamadour o de Saint-Cirq Lapopie es Loubressac, que para mí supuso la típica sorpresa positiva que casi siempre acaba deparando un viaje: un pueblo de juguete, magníficamente cuidado, amurallado y situado en una apacible loma arbolada desde la que se contempla una grandiosa llanura. Sus múltiples torres de cuento, sus minúsculas calles empedradas y sus casas, a menudo acompañadas de pequeños jardines y adornadas con hojas, hacen de este pequeño municipio otra poderosa razón más para visitar Lot.

Se podría hablar con detalle de muchísimos más pueblos de la zona –Carennac, Autoire-, del peculiar Museo de lo Imposible que encontramos en plena carretera o del sumo interés que encierra la visita a municipios más grandes como Cahors, capital de la zona y lugar de emplazamiento del famoso puente Valentré (patrimonio de la Humanidad), o Figeac, con un gran legado artístico-cultural y poseedor de una réplica de la piedra Roseta, pero el reportaje acabaría pecando de denso.
El buen clima de la zona, suave y soleado, suele hacer todavía más agradable la visita, que puede resultar inmejorable gracias a la prestigiosa gastronomía francesa: variada, exquisita y de sabores que a menudo combinan aunque parezca contradictorio suavidad e intensidad. Los precios, sin ser bajos, no resultan ni mucho menos exagerados, por lo que sería un pecado mortal no comer aunque fuera una vez en un buen restaurante de la región. El vino de Cahors, el azafrán, la nuez, la ciruela, el cordero, el queso y el imprescindible foie gras son las especialidades de la zona.

Paisaje, gastronomía y pueblos resultan los tres grandes poderes de esta preciosa provincia gala, un cercano lugar en el mundo perfecto para viajes en pareja, con amigos o incluso en soledad siempre que se tome la visita de una forma relajada. A quien quiera discotecas y bullicio no se le ha perdido nada allí; quienes busquen la desconexión y la paz en un entorno increíble encontrarán todo lo que necesitan en la tranquila y armoniosa Lot.



miércoles, 23 de enero de 2013

De Santillana a Comillas: tres épocas en 15 kilómetros


Cantabria asegura, como todo el norte costero de España, fantásticas playas, tiempo fresco, verdes campos, abruptas montañas y una fantástica y contundente gastronomía. Pero vamos a utilizar la lupa para acercarnos a una pequeña zona de la comarca de la costa occidental. Son tan sólo 15 kilómetros los que hay desde Santillana del Mar hasta Comillas, pero en este reducido área existen tres de los principales poderes de esta bonita región y tres de sus importantes reclamos turísticos.

Tres joyas, cada una de una época y cada una de un estilo, brillan en el oeste cántabro, ofreciéndonos un viaje en el tiempo sin gastar gasolina ni precisar más de un par de días: la medieval Santillana, la modernista Comillas y la prehistórica Altamira. Muy distintas entre sí, pero coincidentes en su merecida fama, gran poder de atracción y carga de historia, ofrecen un millar de razones para hacer una pequeña ruta por esa zona.

Comenzamos por el pueblo de las tres mentiras, Santillana del Mar. Se le llama así porque no está dedicado a un santo, no es llano (se asienta sobre un terreno de suaves colinas) y tampoco tiene mar, aunque el Cantábrico se encuentre a tiro de piedra. Esta villa medieval fantásticamente conservada y cuidada destaca por la homogeneidad de su conjunto de casonas cántabras de piedra -que lucen todavía más gracias a sus imponentes balcones de madera adornados de flores-, su amplia plaza mayor y su empedrado irregular. Aunque haya que tener cuidado para no torcerse un tobillo, el paseo se hace muy agradable y relajante ya que está prohibido el paso de coches por su pequeño e interesante centro urbano. 

Multitud de casas señoriales, adornadas por escudos a cada cual más grande, pelean por llamar la atención del viajero, como también lo hacen los muchos puestos de productos naturales y de objetos de producción artesanal característicos de un municipio que se ha convertido, ayudado por su condición de conjunto histórico-artístico, en un imán para el turismo: no en vano, Santillana es uno de los pueblos con mayor fama de España.

Dentro de este bonito conjunto de piedra marrón resalta la Colegiata de Santa Juliana, el monumento más importante de arte románico en Cantabria, una estructura de tres naves construida en el siglo XII que cuenta además con un fantástico claustro; pero cada edificio de la localidad respira historia: el Parador, la Torre de Don Borja, la fantástica plaza de Ramón y Pelayo, el Ayuntamiento, las casas señoriales -de Leonor de la Vega, de los Table, de la Archiduquesa, de los Quevedo y Cossío-, los museos… Por cierto, hablando de estos últimos no se puede pasar por alto el estremecedor museo de la tortura, visita muy recomendable, por impactante, salvo para los hipersensibles. En él se puede comprobar hasta qué punto ha llegado (y todavía llega, por desgracia) la imaginación humana a la hora de hacer daño.

Un pequeño paseo de un par de kilómetros nos basta para retroceder miles de años en el tiempo y viajar a la prehistoria. El nombre del lugar es de sobra conocido: Altamira, la cueva que se ha hecho famosa ya no sólo en España, sino en el mundo, por las maravillosas pinturas rupestres que alberga, correspondientes al Paleolítico superior. En los techos de la popular gruta están representados animales –bisontes, caballos, ciervos…- , figuras con forma humana y dibujos abstractos, tanto en grabados como en pintura ocre, negra o roja, habiéndose utilizado en ocasiones la propia forma de la roca para crear relieve en las obras. 

Esta maravilla, Patrimonio de la Humanidad, se ha ganado el grandioso sobrenombre de La Capilla Sixtina del arte rupestre y ha atraído a personas de todo el mundo desde que fuera descubierta a finales del XIX. Sin embargo, por desgracia ahora el acceso está restringido a los visitantes alegándose que la cueva ha sufrido un grave deterioro y que éste podría acrecentarse.

Sea como fuere, la realidad es que quien acuda a Altamira deberá conformarse con la visita a un interesante museo de la prehistoria… y a la llamada neocueva, una réplica del original que resulta un tanto decepcionante como se puede suponer. No dudo de lo logrado de la imitación, pero el hecho de saber que no es la real -y la rápida percepción de que la supuesta roca no es tal sino cartón piedra- le quita toneladas de mística y encanto a la visita. Da más rabia todavía el saber que el verdadero tesoro está cerca y que lo estamos viendo es sólo una imitación que no data de la lejana Prehistoria, sino de hace unos pocos años. Siento haberos desanimado con este párrafo, pero creo que aún así debéis ver este espacio para haceros una idea de la increíble realidad que os estáis perdiendo.  En fin, todo sea por ayudar a su conservación…

Cogemos el coche y a quince kilómetros, siguiendo la carretera de la costa hacia el oeste, llegamos a nuestro tercer y último destino: Comillas. Siendo una localidad bonita, con un casco urbano agradable de carácter señorial y una escondida playa, se trata sin embargo de uno de esos sitios que destacan más por peculiares que por bellos. Especialmente gracias a cuatro espacios, a sus afueras, que pelean de día por ser el más original del municipio y de noche por ser el más inquietante, misterioso e incluso estremecedor. Se trata del cementerio, de la Universidad Pontificia, del Palacio de Sobrellano y de El Capricho del genial Gaudí. Cuando ya ha caído el sol, e incluso en días de penumbra, los cuatro lugares son capaces de generar una curiosa atmósfera de película de terror.  No es casualidad que un film de este género, Sexykiller, se haya rodado precisamente en este pueblo.

La impronta del modernismo en Comillas (también conjunto histórico-artístico) es grande, puesto que a finales del XIX se convirtió en un importante centro turístico de veraneo para la aristocracia y eso atrajo a muchos arquitectos catalanes de ese estilo, que han dejado una importante huella en la localidad. La encabeza sin duda El Capricho, una originalísima construcción de mil colores en la que destacan tanto su pórtico como las decoraciones cerámicas de los muros y que asemeja una casa encantada. Su derroche de colorido e imaginación -y el peso del nombre de su creador- la han convertido en la más popular obra de arte de Comillas, pero no es la única.

Desde El Capricho dos espacios majestuosos, construidos en una colina que realza su presencia, despiertan de nuevo el interés del foráneo: el Palacio de Sobrellano, de estilo neogótico, y la modernista Universidad Pontificia. Coinciden en el color rosáceo de sus muros, en sus colosales dimensiones, en originalidad y, sobre todo, en un aire de grandeza decadente que despide un halo de misterio durante el día e impone por la noche. El primero se asemeja a una fastuosa mansión del terror; el segundo, a un gran complejo militar en el que se hubiera decidido derrochar imaginación.

Cerramos nuestra ‘ruta del miedo’ visitando el lugar terrorífico por excelencia: el cementerio, que como casi todo en Comillas resulta diferente: no es un cementerio cualquiera. Vigilado por un ángel (fantástica escultura del modernista Llimona), ubicado en una pequeña colina por encima del pueblo y construido sobre las ruinas de una iglesia gótica, se encuentra plagado de tumbas y estatuas a cada cual más original. Para los no muy aprensivos o miedosos resultará impresionante dar una vuelta en el silencio del cementerio disfrutando de las obras de arte en mármol que acoge este museo fúnebre.

De esta manera tan lúgubre cerramos nuestro viaje en el tiempo por Cantabria y nuestra visita a tres lugares plagados de arte e historia, de merecida fama y tan diferentes entre sí como cercanos. Por si Santillana, Altamira y Comillas no tuvieran encanto suficiente añadiremos al coctel del viaje la naturaleza que los rodea, la cercanía del mar y la fantástica comida cántabra. ¿Hacen falta más motivos para viajar allí?

lunes, 7 de enero de 2013

Roma: ciudad eterna y grandioso museo


La capital de Italia, la espectacular y grandiosa Roma, tiene tanto de lo que hablar que uno no sabe por donde empezar a escribir. Esta vetusta ciudad, una de las más importantes del mundo ya desde la Antigüedad, posee un legado arquitectónico y cultural tan grande que resulta inabarcable no solo para este pequeño reportaje, sino para una enciclopedia de diez millones de páginas. Un legado que ha sabido conservar magníficamente, manteniendo así toda la grandeza de la que presumió con razón en épocas pasadas.

Su apropiado sobrenombre, la Ciudad Eterna, demuestra que Roma es historia y respira historia desde que se convirtiera en el corazón del mayor imperio que haya conocido la humanidad hasta nuestros días, habiendo pasando además por una nueva época de esplendor durante el Renacimiento. Desde su fundación en el 753 A.C. casi 3.000 años la contemplan, y por eso no es de extrañar que esta gran urbe de avenidas anchas y edificios mastodónticos sea un auténtico y gigantesco museo al aire libre plagado de estatuas y fuentes esplendorosas, edificios religiosos imponentes, inmensos monumentos, extensas y valiosas ruinas, antiguas iglesias, tesoros de un valor incalculable y amplísimas plazas, amén de numerosos y suntuosos museos. La profusión de obras de arte es tal -casi cada dos pasos te encuentras con una- que sí, que se llega a sufrir el Síndrome de Stendhal. El cerebro humano no está preparado para asimilar tanta muestra cultural por metro cuadrado y reconozco que aunque disfruté muchísimo paseando por esta incomparable urbe llegué a sentir momentos de cierto agobio por culpa de la infinita cantidad de arte que desbordaba mis sentidos.

Además de grandiosa y espectacular -y también cara, incluso más que Madrid- el adjetivo que le viene que ni pintado a la ciudad es el de elegante, tanto de día como de noche gracias a su extraordinaria iluminación. Lo es no solo por su arquitectura y urbanismo sino también por culpa de sus ciudadanos, que al más puro estilo italiano (y mas tratándose de la capital del país) suelen vestir ropa cara y a la última como tratando de estar a la altura de la urbe a la que pertenecen y tanto aman.
  
Sin embargo, entre tanta perfección y grandeza histórica y arquitectónica Roma demuestra que está muy viva y destila -sin perder ni un ápice de su conocida atmósfera romántica- una sensación de caos mediterráneo que la hace imperfecta y, por otro lado, más atractiva: un cierto aire decadente en algunos barrios, su famoso caos circulatorio (cuidado con las avalanchas de ‘vespinos’ al cruzar una calle), su devoción por el fútbol, el carácter alegre y espontáneo de los habitantes, los colores cálidos de sus edificios -en los que predominan el rojo, el amarillo y, sobre todo, el marrón-, el bullicio de sus cafés y lugares públicos… Todos esos detalles humanizan Roma, dándole a mi juicio más encanto y demostrando de paso la cercanía cultural existente entre italianos y españoles, lo que hace que pese a encontrarte en otro país en muchas ocasiones te sientas como en casa. El idioma,  el clima y el modo de vida, muy similares a los nuestros, también contribuyen a esa impresión.

También ofrece un aire muy familiar su popular cocina, de fama internacional y muy arraigada por cierto en nuestro país. Aunque se acusa a la comida italiana de poco variada, de ser  ‘sota, caballo, y rey’ -en este caso  ‘pasta, pizza y helado’- lo cierto es que es tan sana como sabrosa y que en una visita corta no llega a dar tiempo a cansarse: sus mil millones de pizzas y de pastas están muy ricas, sus vinos son de calidad, sus cafés únicos, su fruta realmente buena… y sobre todo sus helados resultan incomparables.

Los ‘gelatos’ merecen un capítulo aparte. Desde que visité Roma y los probé siempre defiendo que “helado es lo que se hace en Italia, y lo demás son malas imitaciones”.  Simplemente se trata de otra división, de otra categoría: mientras que en el resto de países del mundo -con alguna honrosa excepción, claro está-  son hielo con sabor a frutas en Italia se tratan de fruta helada (o café helado, o chocolate helado). Y no es poca la diferencia. Basta con mirar uno de los profusos mostradores de los cientos de heladerías que hay en el municipio para darse cuenta de ello: millones de colores intensos, con generosos trozos de fruta o de especias, deleitan la vista y hacen casi imposible resistirse a comprar; y el intensísimo y a la vez suave sabor es todavía mejor, una experiencia orgánica como diría el anuncio. Por culpa de un empacho de helados en pleno diciembre en Roma cogí un resfriado mastodóntico, pero dicen que sarna con gusto no pica: volvería a empacharme de ellos aunque hubiera 20 bajo cero. Si viajáis a Roma no podéis abandonarla sin probarlos: es algo tan importante como visitar el Coliseo o la Fontana de Trevi.

Eso me recuerda que todavía no he comenzado a hablar del aspecto cultural, algo que me va a ser muy difícil tratar de condensar. Como ya dije el legado de esta capital-museo es inmenso, así que habrá que sintetizar mucho y centrarse en sus símbolos: el Coliseo, el Palatino y el Foro romanos, el monumento a Víctor Manuel II, la Fontana de Trevi, el Panteón y sus principales plazas –Piazza del Popolo, Piazza Navona y Piazza de Spagna- e iglesias -entre las que destaca San Juan de Letrán-, amén de los mil tesoros que encierra la suntuosa ciudad-estado del Vaticano. Para el que se agobie hay que decir que pese a su gran magnitud Roma, engalanada más todavía por el también imponente y amplio río Tíber, es una ciudad perfecta para resistir la tentación de coger el transporte público, vencer la pereza y ‘patearla’ dada su condición de  totalmente llana. La mejor y más cómoda manera de recorrer y disfrutar la urbe es a pie… siempre que no sea verano y se sufran los rigores de su intenso calor.

Empezamos, cómo no, por el símbolo de la ciudad, el descomunal Coliseo, que pese a no encontrarse intacto, ni mucho menos, impresiona tanto por su amplitud como por su historia y su ubicación -en pleno centro de la ciudad-. El más conocido de los estadios de la Antigüedad, que cuenta con arcos a tres niveles, se creó hace casi 2.000 años y llegó a tener una capacidad para más de 50.000 espectadores, lo que da una idea de su grandeza. Miles de batallas con gladiadores y animales como protagonistas tuvieron lugar allí durante la larga época de bonanza del Imperio y se convirtieron en el espectáculo favorito para los ciudadanos de Roma. Siendo un monumento realmente espectacular recuerdo que no me llegó a llamar tanto la atención al haber estado previamente en el anfiteatro de El Jem, en Túnez, casi tan grande como el romano, mejor conservado y enclavado en medio del desierto; pero esa impresión personal no quita para que sea un espacio impresionante, cargado de historia y uno de los monumentos más conocidos de todo el mundo, que no es poco decir. 

Rodean el Coliseo -además de un buen número de centuriones que se prestan para una foto a cambio de algún euro suelto- el Palatino y el Foro, a los que se llega atravesando el impresionante y popular Arco de Constantino. Pese a encontrarse en ruinas ambos gigantescos espacios conservan intacto su aire imponente, que ayuda a imaginar cuán grande llegó a ser esta ciudad. El Foro fue nada más y nada menos que el centro comercial, político y religioso de la urbe y contiene monumentos de épocas que llegan a distar hasta 900 años, y pasear por él se convierte a nada que vuele la imaginación en un paseo por la antigua Roma; el Palatino -lugar en el que la leyenda sitúa la fundación de la urbe pues se dice que allí vivió la loba que cuidó de Rómulo y Remo- acogió las residencias de los grandes poderes y las grandes fortunas durante las épocas republicana e imperial (de ahí su nombre de palacio).

Al lado de ambos espacios, mucho más moderno (S.XX) pero también -en la línea de la ciudad- descomunal e imponente es el Vittorino, mastodóntico monumento dedicado al primer rey de la Italia unificada, Víctor Manuel II. También apodada, por su forma, la máquina de escribir, esta mole de 70 metros de altura y 135 de ancho sirve además como un excelente mirador tanto del Coliseo como del Foro y el Palatino.

Roma tampoco sería Roma sin sus espectaculares plazas, que compiten en grandeza. Especialmente las dos más conocidas, la Piazza Navona y la Piazza del Popolo, gigantescas y plagadas de obras de arte. La primera, barroca, presume de las fuentes de Neptuno y los Cuatro Ríos; la segunda, neoclásica, del obelisco egipcio, de la escalinata hasta el monte Pincio y de sus dos iglesias gemelas. No podemos obviar tampoco la animada Piazza de Spagna, lugar conocido por la popular escalinata que desemboca en la iglesia de Trinitá dei Monti y un sitio habitual para quedar o descansar.

Otra plaza, curiosamente pequeña y escondida en la inmensidad de Roma, esconde otro de sus mayores tesoros. Se trata de la Fontana de Trevi, maravillosa obra de arte barroco y de inspiración mitológica que despierta, gracias a sus 40 metros de ancho y a su elaborada belleza la admiración de todo aquél que pase por allí. Es imposible no quedarse completamente boquiabierto durante un buen rato e indispensable dedicar un buen tiempo a disfrutar - si te dejan los millones de turistas como tú que a todas horas copan la plaza- en un lugar especial. Un sitio que ha adquirido además una mayor fama gracias al cine –especialmente por la película La Dolce Vita- y a la arraigada tradición de arrojar monedas al fondo del estanque: el que quiera regresar a Roma deberá lanzar una moneda al agua de espaldas y por encima de su hombro izquierdo. Yo, poco crédulo, no lo hice, y ya me estoy arrepintiendo pues han pasado  más de diez años desde que pisé la capital italiana. Sea o no verdad la leyenda, lo cierto es que tanto Cáritas como más de un pobre espabilado que ronda la fuente agradecen la buena voluntad de los turistas.

Dejamos este espacio mágico y hablamos de otro muy distinto pero tanto o más imponente: el Panteón, que acoge entre otros ilustres las tumbas de Rafael o de Víctor Manuel II. Es una obra maestra de la arquitectura y un prodigio de construcción teniendo en cuenta el siglo en el que se construyó, el II, y la forma que tiene, culminada por la mayor bóveda del mundo. Un óculo de nueve metros se ha abierto en ella, permitiendo el paso de la luz -o de la lluvia- y generando de esa manera una iluminación especial en su interior. Gracias a sus casi 50 metros de altura y de diámetro y a las 16 descomunales columnas de su entrada es difícil no tener la impresión de encontrarse ante un monumento único y sí muy sencillo sentirse minúsculo, insignificante. Junto a la Fontana de Trevi fue la obra urbana que más me impactó de Roma, aunque por motivos distintos.

No podemos dejar de lado la importancia crucial de la religión en una urbe convertida en la capital cristiana mundial, cuya densa cultura católica se percibe desde que se pone un pie en ella. Plagada de monjas y de curas, que suelen atravesar sus calles a todo correr, el peso religioso del municipio se nota además en sus numerosísimas y esplendorosas iglesias, a cada cuál más amplia, rica en tesoros y sorprendente.  La que más me impactó fue la Basílica de San Juan de Letrán, Catedral de Roma y la primera iglesia que se construyó en la ciudad, que posee un grandioso (y no solo por su tamaño) interior: columnas imponentes, estatuas colosales, mosaicos y techos profusamente decorados… Su visita hace que te des aún más cuenta de cuán grande y rica era y es la ciudad. Pero hay millones de increíbles iglesias más en Roma, entre las que podríamos citar la de San Pietro in Víncoli y su Moisés de Miguel Ángel, la de Santa María en Trastevere y sus maravillosos mosaicos o la de la Santa María in Cosmedin y su popular leyenda de la Boca de la Veritá -escultura de la que se dice que muerde la mano de todo aquél que miente-.

Seguimos nuestra larga ruta y cruzamos el amplio Tíber atravesando el antiguo (S.II)  Puente Sant´Angelo. Custodiado por diez ángeles, además de su gran valor histórico y artístico sirve como un fantástico mirador de esta zona de la ciudad. Es la antesala además del Castell Sant´Angelo, otro monumento romano del siglo segundo que resalta gracias a su gran tamaño, sus cinco pisos y su novedosa forma circular. Coronado también por un ángel, las vistas desde la parte alta son magníficas y alberga además el Museo Nacional, no tan extenso ni tan impactante como da a suponer su nombre.

Es el último lugar de visita imprescindible antes de llegar a pie al país más pequeño (0,44 kilómetros cuadrados) y el menos poblado (ni  1.000 habitantes) del mundo: la ciudad-estado de El Vaticano. Pese a su independencia política de Italia y a sus curiosas características - reducido tamaño, altísima renta per cápita, carácter de residencia del Sumo Pontífice y de los altos poderes de la Iglesia, el uso del latín como idioma oficial- geográficamente es solo otro distrito de Roma. El más imponente, lujoso y lleno de tesoros dentro de una ciudad imponente, lujosa y llena de tesoros, eso sí.

La Santísima Trinidad (nunca mejor dicho) del Vaticano la conforman la Plaza de San Pedro, la Basílica y los Museos. La primera es un impresionante espacio ovalado con un gigantesco obelisco como centro, rodeado por un mar de 284 columnas y coronado por un ejército de 140 estatuas de santos; los museos, por su parte, albergan 14,5 kilómetros de ricas esculturas, pinturas, joyas, tapices y multitud de enseres procedentes de todos los lugares del mundo. La ruta turística, de ‘solo ’ un kilómetro, culmina en la soberbia Capilla Sixtina, en cuya construcción colaboraron genios como Botticelli o Miguel Ángel, quien pintó la cúpula, y que sirve además como escenario para la coronación de los papas.

La Basílica, construida entre los siglos XVI y XVII, constituye una obra maestra del arte renacentista y barroco. Acoge la tumba de numerosos papas - incluido el primer pontífice, San Pedro- y multitud de obras de arte entre las que destacan la maravillosa Piedad de Miguel Ángel o el grandioso Baldaquino de bronce que diseñó Bernini. Su lujosísimo interior de oro, plata, mármol y madera llama tanto la atención como su descomunal tamaño: 190 metros de longitud, 136 de altura en su cúpula y una capacidad para 20.000 personas. Por ambos poderes (lujo y magnitud) y por su importancia histórica y presente es considerado el mayor templo de la cristiandad. La vista desde su terraza, con la majestuosa plaza a los pies del visitante, resulta también espectacular. 

Este extenso reportaje se refiere solo a una pequeña parte de Roma, que cuenta con todo lo ya citado y mucho más: las termas de Caracalla, las catacumbas, la Villa Borghese, el mercado de Trajano… Son innumerables las obras de arte que ha dejado su riquísima y extensa historia   pero me vais a permitir que deje de escribir, pues me encuentro tan agotado como lo estaba después de recorrer -lo que me dejaron las piernas y el tiempo- la colosal Ciudad Eterna. El cansancio es el precio que hay que pagar para disfrutar de una de las ciudades más antiguas, bonitas, ricas y fascinantes del Planeta Tierra, y quizá la más grandiosa. Bienvenido sea.