miércoles, 26 de diciembre de 2012

Córdoba: blanca, antigua, elegante y andaluza


Aunque ya no sea el referente cultural y político de antaño, en tiempos de los romanos –fue capital de la Provincia Bética- o de los musulmanes –centro del califato cordobés-, Córdoba la blanca conserva hoy en día no solo el carácter señorial, la belleza y la luminosidad que le han dado fama internacional, sino las huellas impolutas de su riquísima historia y una personalidad que le ha convertido en uno de los grandes símbolos de su Comunidad Autónoma en España y de nuestro país en el extranjero.

Córdoba es Andalucía. Por múltiples razones. Lo es por el intenso sabor andaluz de su amplio y céntrico laberinto de calles de casas bajas encaladas, por su extrema limpieza, su empedrado irregular y sus conocidísimos y cuidados patios llenos de flores; por las calesas que recorren su casco histórico, su elegancia en su sencillez, su gusto por el flamenco, su importante tradición taurina -con la que no comulgo, por cierto- y su intensa huella musulmana, más palpable que nunca en la impresionante Mezquita Catedral, símbolo de la ciudad, y en las cercanas ruinas de Medina Azahara; por la sequedad de la llanura que la rodea, prácticamente desértica; por sus suaves y agradables inviernos y sus infernales veranos, que convierten casi en un peligro mortal la visita durante el estío; por la alegría y la simpatía de su gente; por sus muchas palmeras y sus numerosos y ordenados jardines… Todo eso ha convertido a Córdoba en una urbe de mucho peso turístico, lo que provoca que en ocasiones se abuse de la explotación de lo andaluz y lo español como reclamo para el visitante. Eso sí, sin dejarse de lado (más bien al contrario) su fuerte esencia.

Patrimonio de la Humanidad, esta increíble ciudad de tamaño mediano se aprecia de la mejor manera posible alejándose un poco de ella y situándose al otro lado del puente que atraviesa el Guadalquivir, amplísimo a la altura de la capital cordobesa. Esa es sin duda ‘la foto’ de Córdoba, con las murallas, la Mezquita Catedral y el Alcázar enfrente coronando un homogéneo y extenso espacio de casas bajas y blancas arracimadas que mueren en el río. A nuestra izquierda se encuentra el primer monumento de interés de la urbe, la torre de la Calahorra, de origen medieval y que además de su interés arquitectónico e histórico acoge exposiciones y sirve de mirador de la bonita ciudad. Salimos de ella y cruzamos el impresionante puente que atraviesa el Guadalquivir, que merece un capítulo aparte debido a su grandeza -240 metros- y antigüedad: nació hace nada más y nada menos que 2.000 años en tiempos del Imperio Romano, aunque posteriormente los árabes y los cristianos reformarían la estructura. Además desde él se pueden ver algunos antiguos molinos de agua entre los que destaca la Noria de la Albolaifa, que data del siglo XII. Cruzado el río, culminado por la gran Puerta del Puente, hacemos un esfuerzo para no meternos aún en la increíble Mezquita Catedral y nos fijamos en una grandiosa columna –S.XVIII- dedicada al Arcángel San Rafael, la más espectacular de las muchas erigidas en la ciudad al Santo Custodio de Córdoba.


Pero hablemos ya de la joya de la corona, la imponente Mezquita Catedral, que cubre un inmenso espacio de 23.400 metros cuadrados que le ha convertido en la tercera más grande del mundo tan sólo por detrás de las ‘desconocidas’ de La Meca y Sultán Ahmed. Relativamente sobria por fuera -salvo en sus puertas, profusamente decoradas- pese al rasgo peculiar de contar con una torre campanario de estilo renacentista, de planta rectangular y con el ocre como color predominante esta joya arquitectónica esconde maravillas en su interior como el apacible patio de los naranjos, el mihrab, la maqsoura… y una basilica cristiana del siglo XVI. Pero a buen seguro que lo que más nos llamará la atención será su majestuoso bosque de columnas (856 nada más y nada menos, unidas por arcos de herradura o de medio punto), que se pierden hasta donde alcanzan la vista y la tenue luz y que conforman un espacio mágico. Patrimonio de la Humanidad en sí misma, es la más importante obra musulmana de España junto a la Alhambra y destaca además de por su importancia histórica y artística por haberse convertido en un relevante símbolo de la convivencia entre religiones: se empezó a construir en el siglo VIII, en tiempos del califato de Córdoba, a modo de mezquita sobre el emplazamiento de una basílica visigoda, hasta que al dominarla los cristianos (S.XIII) se convirtiera en catedral respetándose casi por completo su forma anterior. Hoy en día continúa sirviendo únicamente para el culto católico, pese a que los musulmanes abogan porque sirva para el culto de ambos credos.

La increíble Mezquita Catedral es el principal reclamo de la visita a Córdoba, pero ni mucho menos el único. Muy cerca de ella y también pegado al río hay otro imponente edificio que le intenta aguantar el pulso. Se trata del Alcázar de los Reyes Cristianos, espacio en el que han residido diversos monarcas -entre ellos Isabel y Fernando, a quienes Cristóbal Colón solicitó allí financiación para su aventura marítima-. Las murallas que lo circundan están magníficamente conservadas, así como sus cuatro torres, y cuenta con magníficos y cuidados jardines y patios de inspiración mudéjar adornados por numerosas fuentes y estanques.

Para completar la terna de toda visita a Córdoba debe darse un paseo por la judería, laberíntico y amplio espacio de casas bajas y blancas que rodea ambos monumentos. Es realmente fácil perder el sentido de la orientación paseando por tantas callejuelas angostas y sinuosas, pero la paz y tranquilidad que se respira en sus calles, patios y pequeñas plazas invitan a quedarse allí durante un buen rato, ajeno al bullicio exterior. Un conjunto histórico sencillo pero de gran belleza, alegre y cuidado en el que se respira Andalucía por los cuatro costados y donde destacan sus populares patios, muchos de los cuales compiten cada mes de mayo por ser el más bonito de la ciudad.

Córdoba es eso y mucho más: sus lujosas casas señoriales, entre las que resalta el Palacio de Viana; sus muchas estatuas dedicadas a las figuras históricas que allí vivieron, desde Averroes a Maimónides pasando por Séneca; su animada y amplia plaza de Zocodover, centro de la vida de ocio cordobesa; sus numerosos vestigios romanos; sus importantes museos, como el Arqueológico o el de Julio Romero de Torres; sus baños árabes y sus espectáculos de flamenco; el cercano conjunto monumental de Medina Azahara, el cual pese a estar en su mayoría en ruinas conserva parte del esplendor de antaño… Son solo algunos de los atractivos que posee una maravillosa urbe y que hacen imprescindible la visita a esta ciudad blanca, antigua, elegante y, por encima de todo, andaluza.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Islandia: otro planeta en la Tierra



He tenido la suerte de disfrutar del increíble paisaje de paraísos en la Tierra como Escocia, Madeira o Lanzarote, lugares de una belleza que corta la respiración. Pero hay un espacio en el mundo que está fuera de concurso, tan bonito, espectacular y singular que parece no una maravilla terrestre sino simplemente otro planeta. Islandia, el país del fuego y del hielo, es sin duda el lugar más impresionante que he visto.


La lejana, inhóspita y despoblada Islandia, pegada a Groenlandia y a caballo entre Europa y América, ofrece al viajero una cantidad de naturaleza abrumadora, colores y formas que jamás ha visto en su vida, paisajes únicos. Volcanes, glaciares, géiseres (de hecho, la palabra ‘geysir’ es islandesa), cañones, cascadas, acantilados, campos de lava, lagos, fiordos y playas de arena negra componen el cuadro de este inmenso parque natural que se hace llamar país y que se adorna además con dos fenómenos únicos: en verano el sol de medianoche y en invierno las auroras boreales. Dos maravillas, por cierto, que no tuve la suerte de vivir.
Su aislamiento geográfico, su escasez de habitantes -unos 300.000-, de animales (a excepción de los caballos y las ovejas, más numerosas que los humanos) y de vegetación, su idioma imposible de vocablos largos e impronunciables, su rica y arraigada mitología (más de la mitad de los islandeses creen en los elfos, con eso está todo dicho) y su clima revuelto y duro contribuyen también a convertir Islandia en un mundo aparte, a esa sensación de haber abandonado la Tierra para llegar a un planeta lejano. Algunos colores son tan peculiares que parecen artificiales, creados por algún genial pintor; algunos caprichos de la naturaleza tan sorprendentes que la mente no ha llegado siquiera a imaginarlos; algunas sensaciones tan irreales que en ocasiones tienes la sensación de estar metido de lleno en un sueño.

Ante tanta maravilla de la naturaleza pasé boquiabierto cada segundo de las dos semanas que estuve allí. Es cierto que me costó un riñón el viaje (una paga extra de navidad y otra de verano), pero también que el esfuerzo económico que realicé para ver Islandia quedó compensado con creces a base de naturaleza desbordante, como seguro lo quedará el vuestro si decidís viajar allí. 

El alto precio del viaje, no solo del vuelo sino de la gasolina o la comida, es uno de los ‘peros’ de la visita a Islandia, como también el tiempo, totalmente loco y acompañado de un viento helador que no invita precisamente a un baño en la playa. También es cierto que al que desee ver maravillas arquitectónicas no se le ha perdido nada allí salvo alguna pequeña excepción (la arquitectura islandesa se caracteriza por su funcionalidad y sencillez, tanto que muchas de las viviendas parecen almacenes o prefabricados en lugar de casas, pese a que las sencillas iglesias y algunos casas al estilo nórdico resulten bonitas).  Y mejor no hablamos demasiado del hedor del agua, tan fuerte que revuelve el estómago, procedente de los numerosísimos manantiales subterráneos con los que cuenta el país y que sin embargo tiene un sabor fantástico, puro, al estilo de la de Madrid. Además hay que dejar claro que el que quiera disfrutar del lujo no lo va a lograr allí (salvo, si se busca, en Reykjavik), ya que la gran mayoría de los hoteles y hostales del país son tan limpios como modestos y a que la mayoría de las veces tocará comer un bocadillo, frutas o una lata de conservas en medio de la nada.  Pese a todo ello la gran baza de Islandia, la naturaleza, es tan avasalladora y espectacular que compensa todo lo demás. Eso provoca también que las posibilidades de ocio de aventura se multipliquen por 1.000: el país es perfecto para actividades como rutas en 4x4, quads o motos de nieve, descenso de cañones, senderismo, piragüismo, bici de montaña… e incluso para el buceo.

Dejando de lado el seguramente también increíble interior de Islandia (solo apto para todoterrenos debido a su peligrosidad y cuya estrella es el monte Hekla, el volcán más grande de la nación) os invito a dar la vuelta a la isla, aunque va a ser difícil condensar tanta maravilla en estas líneas. Salimos de Reykjavik para alcanzar a través de la carretera circular, la única ‘gran’ vía (en realidad solo tiene un carril por cada dirección) que raja la inmensidad de Islandia, el Triángulo de Oro, las tres primeras obras de arte que ha creado la naturaleza en el país.

La inicial es el Parque Nacional de Thingvellir, que acoge un espectacular cañón volcánico fruto de la antigua separación de las placas tectónicas de Eurasia y América y que fue también lugar de reunión de los diversos clanes islandeses en el que se consideró el primer parlamento europeo allá por el siglo X; la segunda es una zona de gran actividad volcánica, plagada de sulfataras, pozas de lava, ríos de agua caliente y géiseres, que acoge precisamente el descomunal Geysir, el cual en su día llegaba a expulsar de su descomunal cráter líquido hirviendo a 80 metros y que ahora se encuentra dormido por culpa del maltrato humano. Otro geiser cercano, el Strokkur, sorprenderá aún así a los visitantes pues el agua que expulsa cada pocos minutos llega a alcanzar los 20 metros; y la tercera es quizás la cascada más impresionante de entre las muchísimas cascadas impresionantes de Islandia, lo que es mucho decir: la monumental Gulfoss, catarata de dos saltos enclavada en un cañón creado por ella misma. Son tales su belleza, fuerza, caudal y magnitud -25 metros de ancho, 32 de caída, 109 metros cúbicos por segundo de media…- que te hace sentir minúsculo y te provoca una sonrisa irónica al pensar en las típicas excursiones que has hecho en España a las típicas ‘grandes cascadas’, gotas de agua en comparación con la inmensidad de este mar interior.

Recuperados de la impresión tras esas primeras tres maravillas seguimos nuestro viaje hacia el sur. La tierra, antes más seca, ahora se vuelve de un verde fosforito y junto a alguna casa desperdigada empiezan a aparecer en los prados los bonitos y peculiares caballos islandeses (parecen ponis) y las peludas ovejas, auténticas bolas de pelo con patas. Dos increíbles cascadas más nos esperan para sorprendernos en nuestro camino: Sejklandafoss, cuyo final asemeja la entrada de un dragón chino en un lago y que se puede rodear por detrás, y Skogafoss, altísimo salto de agua con una potencia brutal que desemboca en un río de arena negra. Ambas se encuentran enclavadas en un paisaje de cuento, para variar.

Al sur del sur llegamos a un acantilado desde el que se puede contemplar la monumental playa de Vyk, que poco tiene que ver con un arenal mediterráneo: revuelta, salvaje, de una extensión de varios kilómetros, con el mar helado de color gris y la arena negra. Por si fuera poco el atractivo del lugar desde allí se presencia una peculiar formación rocosa cuya forma encierra una leyenda, la de dos trolls que arrastraban un barco hacia la orilla y que al alcanzarles la luz del sol quedaron petrificados para siempre. En los acantilados que delimitan la playa existen dos atractivos más: a los pies de uno se encuentra una especie de órgano de basalto formado por los caprichos de la actividad volcánica y en lo alto del otro se puede ver en ciertas épocas del año (yo tuve esa suerte) una importante colonia de frailecillos: pequeñas, divertidas y peculiares aves a caballo entre la gaviota, el pingüino y el loro que solo se dejan ver en este maravilloso país.

Seguimos viaje y volvemos hacia el norte siguiendo la costa este a través de un paisaje ahora desolado, un desierto de arena negra que más adelante se convierte durante un tramo en un surrealista mar de musgo. Al tiempo se empieza a ver, a lo lejos y entre un mar de nubes, el glaciar Vatnakojull, el más grande de Europa y otro de los impresionantes poderes de Islandia, una especie de gigantesca olla rebosante de hielo cuyas lenguas alcanzan el llano.  Pero antes de subir allí deberemos visitar el Parque Nacional Skaftafell, una agradable zona arbolada -de las poquísimas que existen en la isla- que acoge varias rutas de senderismo. La más popular desemboca en otra de las famosas cataratas de Islandia: Svartifoss, la cascada negra. Para ser islandesa no es ni muy caudalosa ni muy grande, pero destaca por los espectaculares tubos de basalto que le rodean y que le han dado nombre. Llegados a este punto, un poco más adelante, una opción irrenunciable es la de subir en 4x4 al Vatnajokull, donde se organizan pequeñas excursiones en moto de nieve en medio de la inmensidad del glaciar, que abarca hasta donde alcanza la vista y que suponen una experiencia única.  


Bajamos y a unos pocos kilómetros nos espera la laguna glaciar Jokulsarlon, a juicio de muchos el lugar más espectacular de Islandia (y eso que hay competencia) y al mío el sitio más bonito en el que he estado y quizás estaré en mi vida. Circundada por el propio glaciar, que se derrite en ella, y por el mar siempre revuelto, y rodeado en parte por una pequeña playa de arena negra se encuentra este lago. Inmerso en un paisaje de película, lo más sorprendente son los bloques de hielo que flotan en él, de las más diversas formas y de tonos irreales que van entre el blanco y el azul fosforito.  Navegar entre ellos en un bote, con la vista del glaciar al fondo, es algo que no se puede explicar con palabras.

Tras atravesar una agradable localidad pesquera, Höfn, comenzamos nuestro recorrido por la zona este de la isla, plagada de bonitos fiordos que se tarda un mundo en atravesar (pero no importa) para luego meternos hacia el interior. Ya pasada la anodina Egilsstadir, un buen tramo más tarde el paisaje se va tornando más y más seco hasta convertirse en lunar, al estilo de Lanzarote, con grandes desiertos y pequeñas montañas y descomunales espacios llanos de arena negra, marrón o roja que acompañan nuestro recorrido. Al poco tenemos la opción de desviarnos a la izquierda hacia una minúscula aldea en medio de la nada que parecería importada del lejano Oeste si no fuera por su pequeña iglesia y sus casas típicas islandesas (tan sencillas que parecen de juguete, con tejado a dos aguas y con hierba en su techo para proteger el interior del inclemente frío).

Salimos de nuevo a la carretera principal y nos dirigimos al norte entrando de lleno en otro Parque Natural, el de Jokulsargljufur –toma nombrecito-, cuyo punto culminante es la cascada Dettifoss, un sorprendente oasis en la sequedad y aridez que le rodea. Es otro de los saltos más impresionantes de Islandia, una cascada de una fuerza y caudal tan brutales que su estruendoso sonido se escucha a varios kilómetros de distancia y que tiñe de verde el cañón que lo guarda.

Dejamos esta nueva maravilla y un tiempo después llegamos a otra: el cañón de Asbyrgi, una magna formación natural que esconde entre sus rotundas paredes verticales un bosque, un lago de agua cristalina lleno de patos y un altavoz de sonidos gracias a su fuerte eco. Tiene una peculiar forma de herradura ya que según la leyenda se formó cuando Slepnir, el caballo de Odín, moldeó la tierra con uno de sus cascos. Yo, menos romántico, creo que salió así y punto (perdón por chafarlo, podéis creer la leyenda si queréis).

Llegamos ahora al mar y alcanzamos Husavik, agradable pueblo pesquero de casas de colores y un buen lugar de partida para coger un barco por el gélido Mar de Groenlandia e ir a ver ballenas. El peaje, el tremendo frío que hace en alta mar y la seguridad de que saldrás con los pies mojados y congelados, es alto, pero queda compensado al ver salir del agua y hundirse en ella a estos gigantescos animales de casi diez metros. Algunas ballenas llegan a sobrepasar los veinte, pero no tuvimos la fortuna de verlas. 

Abandonamos de nuevo la costa y nos metemos un poco en el interior para ver otra de las cumbres de la visita a Islandia, el gran lago Myvatn y sus sorprendentes alrededores. Podemos, entre otras muchas cosas, dar una vuelta por la zona de Dimmuborgir, una especie de Ciudad Encantada volcánica, subir al inmenso cráter –de un kilómetro de circunferencia- del negro volcán Hverjfall y contemplar sus maravillosas vistas o pasear por otra espectacular zona de fuerte actividad volcánica plagada de solfataras y de pozos de lava que se disfrutaría mejor si no despertara un olor tan fuerte a azufre que es capaz de estropear cualquier digestión. A unos kilómetros del lago podemos o más bien debemos visitar Godafoss, la Cascada de los Dioses.  Su atractivo estético es su gran anchura -en realidad es un semicírculo formado por varias cataratas anexas-; su atractivo histórico reside según la leyenda en que fue el lugar al que se arrojaron las estatuas de los dioses paganos cuando Islandia se convirtió al cristianismo. 

 
Un poco después, escondida en el mayor fiordo del país, un espejo de aguas cristalinas, se encuentra Akureyri, que pese a tratarse de la segunda población principal de la nación y de la capital del norte apenas es una pequeña ciudad o más bien un pueblo grande de unos 15.000 habitantes. Un sitio bonito con casas de estilo nórdico por el que pasear que cuenta además con todos los servicios.  En nuestro camino hacia la península de Snaefelness, la última etapa de nuestro viaje, se encuentra Varmahlid. En sus alrededores está la Granja Glaumbaer, que cuenta con un pequeño museo y que supone un fantástico ejemplo de casa tradicional islandesa apta para la visita del que se quiera acercar un poco más a la cultura y al modo de vida locales.
 
Por último, alcanzamos la casi deshabitada (como toda Islandia, por cierto) península de Snaefellness, increíble territorio que engloba todas las virtudes de la variedad paisajística de la isla -volcanes, fiordos, lagos, campos de lava, cascadas- y que además acoge el impresionante y mítico Snaefellsjökull, el volcán en el que Julio Verne situó su Viaje al centro de la Tierra. Cerca de él se encuentran además varias gigantescas playas de arena rosa, tan irreales que te hacen pensar si te han echado alguna droga en el desayuno, y desde las que con fortuna se puede ver alguna familia de leones marinos que miran con curiosidad a los escasos turistas que allí llegan.

Tan exhaustos como maravillados llegamos al fin a la capital, Reykjavik, que supone una dosis de realidad en el sueño que hemos vivido. No es una ciudad especialmente bonita, tal vez demasiado gris, pero sí cómoda y agradable. Cuenta, además de con los edificios oficiales, con una gran iglesia muy peculiar –Hallgrímur-, el modernísimo auditorio y centro de congresos  Harpa, el también novedoso mirador apodado La Perla, un tranquilo lago urbano como Tjörn y alguna casa interesante de estilo nórdico. La ciudad posee una importante vida cultural y de ocio para ser una localidad de un tamaño reducido y nos servirá para descubrir que sí, que viven personas en este increíble país (unas 120.000 en la urbe).

Eso me recuerda que no hemos hablado de las peculiaridades de la sociedad islandesa, tan original como su paisaje.  Es increíble lo avanzados que están socialmente sus habitantes, como demuestran numerosos detalles de los que solo os contaré unos cuantos para no aburrir y que contribuyen a la gran calidad de vida (frío aparte) del país: la cantidad de delitos es ínfima, la policía no cuenta con armas de fuego, la nación no posee ejército propio, la gente deja sin problemas sus pertenencias al alcance de cualquiera, el teléfono del presidente (que reside en una casa de Reykjavik y no tiene escolta) se encuentra en la guía de teléfonos como el de cualquier otro ciudadano, la democracia es muchísimo más participativa que en casi cualquier país del mundo, la afición de los islandeses a la lectura es inmensa (e incluso uno de cada diez escribe un libro), el paro muy bajo pese a la crisis, los derechos sociales innumerables… Vamos, que si no hiciera tanta ‘rasca’ te darían ganas de irte a vivir allí.

Para quitarnos el frío, por último, se antoja una postrera y obligada visita a la Laguna Azul, la más popular de las piscinas de aguas termales del país, otro lugar irreal escondido en una llanura volcánica y habitualmente acompañado de una densa niebla que te hace pensar por milésima vez que te hallas en otro planeta. Tras ese momento de relax extremo toca volver a España, siempre con la sensación de que has vivido un sueño del que te vas despertando, poco a poco, en el avión de regreso. Y es que Islandia es tan bonita, sorprendente y peculiar que no sabes distinguir la realidad de la ficción, que con el paso del tiempo continúas sin saber si la has vivido en realidad o si solo la has soñado.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Toledo: la pequeña capital medieval de España


A Toledo se llega en un suspiro. Pero a ese corto viaje espacial se le suma uno en el tiempo, como si por arte de magia hubiéramos retrocedido varios siglos y nos encontrásemos en plena Edad Media. Nada más contemplar esta pequeña, homogénea y laberíntica ciudad amurallada de color marrón resguardada y adornada a la vez por el cauce del río Tajo hasta el más sobrio es capaz de echar a volar su imaginación y entrar de lleno en un mundo antiguo de guerras de poder y luchas a espada, nobles y plebeyos, mercaderes y artesanos, bufones y reyes, caballeros y princesas.  Plagada de historia –nació como un pequeño asentamiento en la Edad de Bronce y creció de la mano de los romanos, los visigodos, los musulmanes y los cristianos-, de cultura, de arte y de leyenda, es difícil encontrar una ciudad que ofrezca tanto condensado en tan poco espacio. Ese es uno de los poderes de Toledo, la capital medieval de un país tan rico culturalmente como el nuestro.

Podríamos decir que la ciudad no tiene casco histórico, es toda ella un casco histórico, y de ahí su inclusión como Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. Su riqueza en un espacio reducido la convierte en un lugar perfecto para pasar un día o dos pateando sus callejuelas, sus plazas, sus sinagogas, sus puentes, su catedral, su alcázar, sus múltiples y sobrias iglesias y las increíblemente bien conservadas murallas que la circundan. No debe caber duda de que cada día en sus calles será un día aprovechado y de que cada nueva visita no será en balde, pues la tranquila aunque viva Toledo encierra muchos motivos por los que regresar y -por mucho que se haya visitado- muchas cosas nuevas que ver.

La primera impresión es la que suele quedar, y entres por donde entres es difícil que no sea inmejorable. No en vano estamos ante una de las ciudades más bonitas de España, y eso ya es mucho decir. Puedes  optar por verla con distancia, como si contemplaras una postal, desde el Parador de Turismo, disfrutando de su armonía medieval y de la belleza de su enclave; rodearla por abajo, siguiendo el sinuoso cauce del Tajo; entrar a ella a pie desde los preciosos, monumentales y magníficamente conservados puentes de Alcántara o de San Martín; o atravesar la puerta principal, la imponente Puerta de Bisagra.  Las vistas son impresionantes en casi cualquier sitio, no solo desde fuera de la localidad sino en muchos puntos de ella. Su altura y ubicación suponen una gran baza a favor en ese sentido.

El principal punto de encuentro de la ciudad, toda vez que es uno de los pocos espacios amplios de los que consta en su núcleo y debido a su cercanía a muchos puntos de interés de la urbe, es la plaza de Zocodover, bonito espacio que ya desde la Edad Media era el centro de Toledo pues acogía multitud de eventos festivos, mercantiles… y fúnebres (ejecuciones). Muy cerca de allí se encuentra el imponente Alcázar, monumental y sobrio edificio de planta cuadrada que acoge la Biblioteca de Castilla-La Mancha y el Museo del Ejército y antesala además de unas bonitas vistas (como cualquier punto elevado de Toledo, todo sea dicho).

Dejamos la plaza y seguimos nuestro camino a pie internándonos en las callejuelas del centro. Solo algún que otro turismo atraviesa con cuidado las estrechísimas calles para recordarnos que seguimos en el siglo XXI y que el viaje temporal es únicamente imaginario. Cuando uno se echa a un lado para dejarle pasar  -contemplando de paso el escaparate de una de las millones de tiendas de armas existentes, repleto de relucientes armaduras, espadas, escudos, dagas  y ballestas-,  se piensa que debería estar prohibido el paso de vehículos por la zona centro de la capital castellano-manchega a excepción de los caballos y los carros de bueyes. ¡Que estamos en la Edad Media!

Llegamos a otra de las joyas de la corona, que ya es mucho decir, de este museo medieval al aire libre que es Toledo: la catedral. Encajada en las callejuelas adyacentes, relativamente pequeña y con menos nombre que otras españolas como la de Salamanca, la de Santiago o la de Palma, Santa María es sin embargo una auténtica maravilla de estilo gótico que resalta por su imponente fachada principal, su única torre, su fantástico claustro y sus espectaculares vidrieras, que en los días de sol inundan de colores su intenso blanco interior.  A dos pasos de la catedral también se encuentra el museo de uno de los grandes pintores de todos los tiempos, Doménikos Theotokópoulos ‘El Greco’, que pese a haber nacido en Creta vivió en Toledo y produjo la mayor parte de su obra en la Ciudad Imperial.

No se puede hablar de esta localidad sin recordar la importantísima impronta de los judíos en ella, la más grande que se ha dejado en una ciudad de España. La judería ocupa un amplio espacio del centro histórico y en ella brillan especialmente sus dos fantásticas sinagogas, la del Tránsito -que acoge el Museo Sefardí- y la de Santa María la Blanca. La visita de ambas se ha convertido en un fantástico modo para acercarse a la cultura judía, que convivió en Toledo con la musulmana y la cristiana durante largas épocas en uno de los ejemplos de tolerancia que nos ha dejado la historia.     
  
Antes de completar la vuelta por la Ciudad Imperial no podemos dejar de lado la visita al Monasterio de San Juan de los Reyes, espectacular edificio gótico construido durante el reinado de los Reyes Católicos. Tanto su fachada como su interior resultan sorprendentes, al igual que las amplias vistas desde la terraza que se encuentra a su vera.
   
Tras este pequeño pero intenso paseo lleno de cuestas y de puntos de interés se impone un poco de descanso. La sencilla, rotunda y sabrosa gastronomía toledana, en la que destacan carnes como el cochinillo o el cordero, los platos de caza y los dulces –especialmente el popular mazapán- o la vida nocturna (que resulta animada para una ciudad pequeña) nos lo pueden dar, ofreciéndonos además otras opciones de ocio que complementen la visita turística. Pero sin desmerecer ambos poderes considero que Toledo se disfruta realmente al aire libre: contemplándola desde un mirador, perdiéndote en su laberinto de callejuelas o sentado con un bocadillo ante la fachada de su catedral. Ahí se encierra la esencia de la pequeña y maravillosa capital medieval de España. 

lunes, 12 de noviembre de 2012

Amsterdam: la personalidad de una ciudad única


Si las capitales europeas fueran mujeres podríamos decir que París sería elegante, Roma espectacular, Praga bonita, Berlín moderna y Madrid divertida. Pero quizás la chica de más atractiva del grupo, la más interesante y la de mayor personalidad sería la pequeña Amsterdam, capital de Holanda y seguramente la urbe más original del Viejo Continente.

Por encima de su innegable belleza, de su amplia y rica historia y de su interés cultural  Amsterdam destaca por su especial personalidad, por un carácter único que le hace diferente al resto de las ciudades y que provoca que el foráneo se sienta como en casa desde el primer segundo en el que pisa la Estación Central. Tan variado y heterogéneo resulta el ‘paisaje urbano’ que el viajero se siente por un lado diferente al resto y por otro totalmente integrado en ese amplio crisol de personas de diferentes razas, sexos, pintas, estilos, edades, lenguas y clases sociales que conviven en armonía. Vayas como vayas, seas como seas, vengas de donde vengas allí no vas a llamar la atención.  A eso ayuda también el agradable carácter de los holandeses, simpáticos y extrovertidos por una parte y educados, respetuosos e independientes por la otra.

Hay otras muchas características que hacen de Amsterdam una ciudad llamativa y diferente, algunas que sin discusión son positivas –su profundo respeto por el medio ambiente, su tolerancia, su carácter práctico- y otras que dan lugar a debate como el permiso para consumir y vender drogas blandas en los populares Coffee Shops o la exposición de las prostitutas en escaparates en el también conocido Barrio Rojo.  Sin entrar en juicios morales lo cierto es que ambos factores le han dado una mayor fama internacional (buena y mala) a una ciudad que sin embargo tiene mucho que ofrecer más allá de sexo, drogas y rock n roll.

Otro rasgo inconfundible de Holanda en general y de su capital en particular es la pasión exacerbada que sienten los ‘elfos’ –los holandeses son rubios, altos y tirillas- por las bicicletas, un medio de transporte sano y práctico que convive con el tranvía y con algún coche despistado, perfecto para una ciudad llana, plagada de calles estrechas y relativamente pequeña como Amsterdam. Hay millones de bicis en la urbe, ya que mayores y niños la utilizan frecuentemente para desplazarse. La bicicleta resulta una muy buena opción si queremos recorrer el municipio, aunque se recomienda comprar un buen candado o rezar para que no te la ‘manguen’, que puede suceder. Si no, a pie se llega fácilmente a todos los lados. E incluso en barco…

Lo del barco me recuerda que llevamos cuatro párrafos y no habíamos hablado aún de otro de los distintivos de Amsterdam. Se trata de los canales, que atraviesan a modo de tela de araña la zona céntrica de la localidad, embelleciéndola y dándole una mayor personalidad todavía. Coger una barca y dar una vuelta por la ciudad, pasando por debajo de los pequeños y coquetos (odio ese adjetivo, pero es el que le va al pelo) puentes de ladrillo plagados de bicicletas, es otra experiencia ineludible. Tampoco debe estar mal hacerlo en el Día de la Reina, uno de los mayores ‘fiestones’ de Europa, que tiene lugar el 30 de abril y en el que la ciudad se abarrota de gente con ganas de diversión.


Además de las bicis, los puentes y los canales el cuadro del paisaje urbano característico de Amsterdam  no podría completarse sin otros elementos genuinos que le añaden encanto: las características casas con tejado escalonado de colores oscuros (rojo, marrón, negro), muchas de las cuales proceden de los siglos XVII y XVIII; las clásicas iglesias estilizadas con brillantes relojes dorados que sobresalen entre ellas; las originales casas-barco, en una de las cuales curiosamente solo viven gatos; los bonitos y agradables parques, entre los que destaca sin duda el Wondelpark; los habituales mercados callejeros, como el que se instala en la plaza del Dam; las luces de neón que adornan por la noche sus múltiples cafés y restaurantes… Atractivos, desde luego, no faltan.

Tampoco son escasos en el aspecto cultural, con tres principales banderas. Una es el descomunal Rijksmuseum, el Museo Nacional de Amsterdam, amplísimo y espectacular edificio que acoge una descomunal y agotadora exposición artística cuya joya de la corona es la pintura: Hals, Rubens, Vermeer… y por encima de todo Rembrandt, cuya obra maestra y uno de los cuadros más famosos del mundo, ‘La Ronda de Noche’, está allí expuesto.

A su lado, más pequeño y ligero de visitar y también de un valor incalculable, se encuentra el Museo Van Gogh, sede de una fantástica colección de 200 cuadros y 550 bocetos y dibujos dedicada al legado del conocidísimo genio postimpresionista. Sobra decir que sus creaciones más populares, como ‘Los girasoles’, ‘Autorretrato con sombrero de paja’ o ‘El dormitorio’,  descansan allí. Por si esto fuera poco los visitantes pueden contemplar además obras de otros mitos de la pintura como Gauguin, Monet, Picasso o Toulouse-Lautrec.


En mi opinión la última visita cultural ineludible de la ciudad es la casa de Ana Frank. Allí habitó la niña que creó el famoso diario en el que relataba su vida y la de su familia durante la II Guerra Mundial  y en el que reflejaba las muchas penurias que pasaron allí durante varios años para esconderse de los nazis. Emotivas memorias de un alto valor humano e incluso periodístico que con el paso de los años se convirtieron en un éxito universal. La obra es sencilla, sincera, cruda y conmovedora,  y una gran manera de acercarnos a ella es pasarnos por el número 267 de la calle Prinsengracht de la capital holandesa. Indispensable.

Es cierto que Amsterdam no es una urbe que destaque por sus edificios históricos, pero no se pueden obviar algunos como la mastodóntica y sin embargo elegante Estación Central o como el Ayuntamiento.  Los amantes de las flores tendrán además en la ciudad un paraíso, lleno de mercados y de puestos callejeros, así como los de los diamantes -millares de comercios y el Museo del Diamante-, los del balompié -Holanda es un país de gran peso y afición futbolera y en su capital se encuentra el mítico Amsterdam Arena- o los de la cerveza -los Países Bajos cuentan con una importante tradición en lo que respecta a esta universal bebida, como demuestra el Museo Heineken-.  

Después de tanto halago a esta increíble ciudad como no todo en Amsterdam va a ser ‘Los mundos de Yupi’ habrá que hablar un poco de lo malo, ¿no? Citaremos tres aspectos negativos que nos deja la ciudad: el primero, por decirlo de un modo fino, la realidad de que la cocina holandesa no se encuentra precisamente entre las más famosas y prestigiosas del mundo (a excepción de los variados y ricos quesos);  el segundo el idioma, imposible; y el tercero, que el revuelto clima no suele ser un compañero agradable de viaje. Pero las tres cosas tienen solución: la primera, atreverse con las especialidades neerlandesas, tirar de bocata o acudir a restaurantes de comida internacional; la segunda, hablar  en inglés, idioma en el que los holandeses se desenvuelven como pez en el agua; y la tercera, rezar para que haga buen tiempo (también salen días buenos allí, doy fe) o llevar un buen abrigo y paraguas y tirar de un dicho español: a mal tiempo, buena cara.

Para los fiesteros, para los románticos, para los hedonistas, para los tranquilos, para los aficionados a los burdeles y a las drogas, para los amantes de la historia o de la pintura, para los gays, para los urbanitas, para los consumistas, para los inquietos, para los que buscan sorprenderse, para los ecologistas... En definitiva a la peculiar Amsterdam, una ciudad apta para todos los públicos,  le sobran los motivos para una visita. Solo se pide un requisito: ser mínimamente tolerante.

martes, 30 de octubre de 2012

Costa este coruñesa: el alma de Galicia

Resulta difícil ser objetivo cuando parte de mi sangre es gallega y las primeras doce vacaciones de mi vida las he pasado allí, pero incluso haciendo un esfuerzo por despojarme de esa predisposición positiva hacia esa preciosa región del noroeste de España y tratando de verla desde un prisma de imparcialidad tengo que decir que Galicia es única. Por la autenticidad de su rica cultura y de sus sencillas gentes; por sus frondosos bosques de eucaliptos, sus faros apartados, sus acantilados de vértigo y su revuelto, frío y salvaje mar; por su gastronomía consistente, variadísima e inigualable; por sus antiguos puertos de pescadores y sus salvajes, limpias y amplias playas; por su amplio patrimonio artístico tanto prehistórico –dólmenes, castros, menhires, pinturas rupestres- como medieval; por el fresquito que hace durante el verano; por su sabor a pasado, por su bonita y sonora lengua, por la riqueza de su mitología propia, por su pasado y presente celta; por el sonido de las gaitas y la pureza y belleza de su música, por sus aldeas escondidas en las que parece no haber pasado el tiempo y viven a veces más animales que personas;  por su vida barata y práctica, el protagonismo de su naturaleza, su relativa resistencia a la industrialización masiva y a la especulación urbanística costera (esperemos que siga así);  por sus increíbles paisajes de montaña y de mar; por su aire puro y su viento fresco…  Hasta el cielo gris habitual en muchos de los días le otorga un encanto especial, como lo hace también la lluvia que mantiene verde y viva la tierra –que, eso sí, puede estropear un plan de vacaciones allí-. Vaya, creo que me cuesta bastante ser objetivo cuando amo una tierra, pero lo he intentado.


Dentro de esa autenticidad que resalto de Galicia en general, si algo es auténtico y salvaje son las Rías Altas. Hablaré en este post de la costa este de la provincia de A Coruña, frontera entre el Atlántico y el Cantábrico, la zona que mejor conozco dado que he tenido la suerte de haber vivido muchas vacaciones en ese paraíso y un lugar espectacular para hacer una ruta de unos pocos días por carretera. Miradores, playas desiertas, acantilados, aldeas y bosques jalonan esta pequeña área de la que os voy a hablar.


Comenzaremos la ruta por el “oeste del este”,  por San Andrés de Teixido, lugar al que “vai de morto quen non vai de vivo”, como reza el dicho, y uno de los sitios clave dentro de la tradición histórica/religiosa/mágica/supersticiosa gallega. Se trata de un santuario apartado en una escarpada zona costera que se ha convertido en uno de los principales símbolos de la Galicia ancestral y en un lugar frecuente de peregrinación en el que se mezclan desde hace siglos la religión y la superstición. Más allá del bonito paisaje que lo rodea merece la pena visitar este sencillo templo del siglo XVI que tanta leyenda encierra.

Un poco más al norte, y seguramente después de ver alguna manada de caballos salvajes, llegamos al espectacular Cabo Ortegal, coronado por su faro. Es el mejor sitio desde el que contemplar los famosos ‘aguillóns’ –aguijones-, escarpados islotes rocosos que se adentran en el revuelto mar y a los que solo llegan las aves y los valientes percebeiros.  El paisaje desde el Mirador de Vixía de Herbeira, con 620 metros el acantilado más grande de Europa, tampoco debe dejar de verse.

Entramos en la ría de Ortigueira, pasando por algún agradable pueblo como Cariño, e inevitablemente llegamos a la población que le da nombre, el principal municipio de la zona.  Ortigueira es una población mediana con muchos de los servicios y de las tiendas que les faltan a los pequeños pueblos de alrededor y conocida sobre todo por el macrofestival de música celta que se organiza cada verano en julio, una cita que los aficionados a estos sonidos no deben perderse.  Tampoco se debe perder la cercana playa de Morouzos-Cabalar, de dos kilómetros de extensión y cien metros de anchura.

Continuamos la ruta y, pasado otro lugar de interés como Espasante –con una bonita y pequeña playa y una pequeña ermita cercana en la que se homenajea a los marineros fallecidos- cogemos un desvío a la izquierda para dirigirnos a Céltigos-Mazorgán, como dice el tópico el secreto mejor guardado de esta zona. Estas dos aldeas apartadas y prácticamente desconocidas condensan en apenas un par de kilómetros cuadrados la esencia de Galicia: playas salvajes, acantilados, casas sencillas, campos de labor y bosques frondosos.  Un lugar mágico que ha calado en mí pues tuve la suerte de pasar allí mis vacaciones cuando era niño, al que he vuelto muchas veces y ante el que no puedo resultar indiferente dados los muchos y buenos recuerdos que me trae.

Dejamos de lado Céltigos y mi morriña y seguimos avanzando por la carretera principal –eso es mucho decir- entre curvas y bosques de eucalipto en dirección a la provincia de Lugo.  Una media hora después no se puede renunciar a coger otro desvío, el que lleva a la playa de Esteiro. Aparcando el coche y después de caminar a través de una zona de juncos se despliega ante nosotros un impresionante arenal  que acoge una playa abierta de aguas limpias y revueltas. Normalmente poca o ninguna gente veréis allí, pues es otro de esos tesoros que por fortuna han permanecido ocultos al turismo de masas. No hay ni una casa que estropee la vista, sí una ría bonita que desemboca entre rocas y juncos al mar. Una playa increíble, en definitiva, perfecta para dar un paseo, meditar, relajarse o pegarse un buen baño a tu bola si no le temes al agua ‘fresquita’.

Vamos acabando el viaje y, ya en el límite de la provincia de A Coruña, debemos visitar O Barqueiro, un acogedor y minúsculo pueblo de pescadores escondido entre la montaña y la ría del mismo nombre desde el que se divisa el largo puente de hierro que da paso a Lugo. Poco turístico pero auténtico, como toda la zona de la que os estoy hablando, es perfecto para tomar un buen plato de pescado o de marisco acompañado de un vino blanco mientras contemplas el pequeño puerto repleto de barquitas de madera (y de gaviotas) y la amplísima ría. Como curiosidad os cuento que el nombre del pueblo se debe a la existencia de un barquero que antiguamente ayudaba a cruzar al otro lado de la ría cuando no se había construido aún un puente.

Acabamos este recorrido unos kilómetros más allá y en otro cabo, al igual que el de Ortegal, mítico: el de Estaca de Bares.  Abierto, ventoso, con escasa vegetación y su correspondiente faro antiguo, es otro de los muchos ‘Finisterres’ de la provincia de A Coruña y el punto más septentrional de la Península Ibérica. Una vez más, la amplia panorámica que se puede contemplar desde allí corta la respiración, y puede suponer el último gran recuerdo de nuestro pequeño viaje.


Supongo que no debe ser fácil vivir esta zona con la pasión con la que yo lo hago, pero aunque no os llegase a transmitir todo eso creo que no os podéis perder este precioso trozo de la Galicia salvaje y auténtica, poco visitado y repleto de naturaleza. 

lunes, 15 de octubre de 2012

Marrakech: otro mundo a dos pasos


Parece mentira que una cultura totalmente distinta a la europea –aunque los mediterráneos no lleguemos a diferir tanto de los norteafricanos en muchos sentidos- se encuentre a tan solo dos pasos de distancia, a un brevísimo viaje en avión, a 14 kilómetros en barco, a una proeza de David Meca. África, desde España encabezada geográficamente por Marruecos, nos espera a un tiro de piedra y a no muchos euros de esfuerzo, y no deberíamos rehuir la llamada.

La sorprendente, caótica y peculiar Marrakech es sin duda un fantástico exponente de esa otra realidad, cercana y lejana a la vez, y supone un símbolo tan fuerte del país norteafricano que incluso le ha dado el nombre. A nadie le puede dejar indiferente esta ciudad de color ocre enclavada en una seca y gigantesca llanura por muchísimos motivos, especialmente por el aspecto cultural. Esa es sin duda la mayor baza de una urbe que cuenta además con otros muchísimos poderes: la llamativa sencillez y homogeneidad de sus exteriores en contraste con la riqueza de sus patios y sus riads, sus maravillosos palacios, sus mezquitas, el colorido de sus mercados, su constante estado de caos controlado, la variedad y calidad de su comida, los múltiples y fuertes olores –no todos buenos- que desprende, la cercanía de la playa –Essaouira-, de bonitos valles y por encima de todo del desierto del Sahara… 

Y es que las diferencias culturales, el peculiar –siempre desde nuestro punto de vista- modo de ser y comportamiento de los marroquíes y su manera de interrelacionarse con los extranjeros se pueden convertir en uno de los principales alicientes del viaje o en la mayor de las pesadillas. Todo depende de como se lo tome uno, de como lo lleve. Puedes pasar tu estancia en Marrakech constantemente cabreado, estresado e indignado… u optar por reírte y disfrutar de las múltiples anécdotas que sin lugar a duda va a dejar ese micromundo en tu recuerdo. Por suerte yo, que suelo ver el vaso medio lleno, opté en la mayoría de las ocasiones por la segunda opción, aunque no siempre mis anfitriones me lo pusieron fácil.

Me explico: para empezar, el individualismo europeo, el “yo voy a mi bola”, no existe para la cultura de Marruecos en general y para su principal joya turística en particular, pues los marroquíes conciben el trato humano de una manera mucho más cercana, con los beneficios (calidez) y perjuicios (agobio) que ello puede causar. No creas que –especialmente en la zona céntrica de la ciudad, la que rodea la medina- te va a ser fácil pasar más de un minuto viendo un monumento o sentado en un banco tranquilamente: alguien te abordará y te hablará para ofrecerte cualquier cosa. La paz solo existe cuando descansas, ajeno al ruido de fuera, en algún patio de un riad –casa tradicional marroquí- o cuando llegas a la habitación del hotel y cierras con llave. 

La sensación que te queda, por desgracia, es la de que muchos de ellos te ven como una máquina de dinero que suelta dirhams cada vez que respira. Obviamente el nivel económico de muchos de nosotros es superior… pero a la mayoría no se nos cae el dinero. Por eso debemos estar alerta ante la gran multitud de argucias que han pergeñado algunos con el fin de que aflojes el bolsillo, para no caer en la trampa. También debemos estar preparados para que el gesto amable con que se nos recibe pueda cambiar en uno de desprecio, para que no se cumpla una expectativa que nos han generado o un acuerdo al que hemos llegado y para estar tranquilos en el caos en el que nos vemos inmersos a menudo. Dicho esto lo cierto es que te lo puedes pasar de maravilla e incluso partirte de risa constantemente durante tu viaje si conservas la amabilidad, la calma y la prudencia para dejarte engañar lo menos posible y disfrutar de la experiencia. Los marroquíes son excesivos, caóticos y ruidosos, para bien y para mal, una versión exagerada de nuestro carácter mediterráneo, y hay que estar preparado para vivir ese contraste.    

Vamos ahora con el aspecto cultural de una urbe también con muchísimos atractivos en ese sentido. La mayor parte de los lugares de interés se concentra en la medina, en la antigua ciudad medieval, un laberinto de callejuelas que desembocan en ruidosas plazas llenas de vida. Para empezar las fantásticas murallas medievales que la circundan, del mismo color rojo que baña toda la ciudad e increíblemente bien conservadas.

Dentro de ellas no se puede dejar de lado obviamente el principal punto de encuentro de Marrakech, la bulliciosa y gigantesca plaza de Djema-El-Fna, animada a todas horas y repleta de puestos de comida barata, músicos, artistas, curiosos y todo tipo de vendedores. No es especialmente bonita, sí especialmente peculiar y además encierra el alma de la ciudad marroquí.

Otra de las indiscutibles referencias es el zoco, un laberinto dentro del laberinto en el que resulta fácil perderse en el maremágnum de personas, animales, bicis, motos, carros y productos variados por los que regatear: alfombras, objetos de decoración, sedas, especias… En el zoco de Marrakech –dividido en algunas zonas en gremios- hay prácticamente de todo, aunque es cierto que parte de lo ofertado es demasiado ‘turístico’ en detrimento de la calidad, que también la hay y mucha. Se trata de saber elegir y regatear de la mejor manera posible, intentando no ser demasiado ‘primo’ en la pugna con los hábiles vendedores locales. No pueden dejar de verse, si se consigue uno orientar correctamente, las curtidurías, otro espectáculo de color y olor no apto para todas las sensibilidades.

Arquitectónicamente el elemento más popular de la ciudad es la famosa mezquita de la Koutubia, muy cerca de la plaza de Djema el-Fna, que por desgracia no se puede ver por dentro pues está reservada para la oración de los musulmanes. La corona además un bonito minarete cuadrangular que, curiosamente, sirvió de inspiración para nuestra Giralda sevillana y que es uno de los símbolos de la población.

No tan conocida pero sin embargo más impresionante es la mezquita y madrassa (escuela coránica) Alí Ibn Yusuf, una maravilla del siglo XIV que destaca por su majestuosidad y su impresionante decoración. Dentro del núcleo histórico de Marrakech –a falta de contemplar el Palacio Real, que no puede visitarse- no se debe pasar por alto tampoco la visita al gigantesco y sencillo Palacio El-Badi y a las vistas desde sus murallas, al más pequeño y refinado Palacio de la Bahía, al museo de artes marroquíes y a las tumbas saudíes.


Aunque la esencia de la urbe, y podría decirse que de todo Marruecos, está encerrada en la medina y que el resto de Marrakech no resulta tan sorprendente (los barrios son más modernos e impersonales y el urbanismo se asemeja mucho más al europeo), el resto de la localidad tiene numerosos atractivos. Os citaré algunos de ellos: el hotel La Maoumonia, el más lujoso y prestigioso (y ya es mucho decir) de la ciudad, una auténtico palacio del que no podrás ver demasiado a menos que estés holgado de dinero y te puedas alojar allí; los sencillos jardines de Menara y su famoso estanque, otra de las ‘fotos’ de Marrakech; los pequeños, cuidados y originales jardines Majorelle; el gigantesco palmeral –en el que se organizan los turísticos paseos en camello-; el barrio judío… Hay multitud de cosas para ver más, pero no os quiero aburrir y con las ya citadas uno se puede hacer una muy buena idea de cómo respira una de las ciudades más peculiares y sorprendentes del mundo, una maravilla pintada en rojo que se encuentra a un par de pasos.

Un consejo más: no vayáis en verano a no ser que soportéis sin problemas los 50 grados a la sombra. Tenéis otras tres estaciones más para elegir…

Reflexiones de un viajero


El ser humano tiene una extraña facilidad para engancharse, para volverse adicto a cualquier cosa y en cualquier ámbito. Puede ser al tabaco, al alcohol, al sexo, a la comida, al deporte o al trabajo; o a una persona, a tu grupo de amigos o a tu familia; o a una costumbre, una manía... Todos nosotros somos adictos a algo, y yo no iba a ser una excepción.



Por fortuna mi ‘droga’ es relativamente sana, aunque por desgracia no resulta económica: mi droga son los viajes. Me enganché alrededor de los 20 años y desde entonces no he parado de hacer la maleta siempre que el tiempo, el dinero y las circunstancias me lo han permitido. 


Podría daros mil y un motivos por los cuales me apasiona salir de casa y conocer otros lugares, pero como no voy a escribir ‘El Quijote’ intentaré ser breve para explicar qué es lo que muchísimo que me aporta viajar.


En primer lugar supone alejarse de la rutina y desconectar totalmente de ella para vivir días diferentes, únicos, que perduran en la memoria para siempre. A veces siento que podría cambiar 24 horas plenas por un mes de mi vida, así de intenso es un viaje para mi. Siempre se ven sitios nuevos, lugares diferentes, siempre hay un espacio para la sorpresa por mucho que creas que lo has visto todo. 


Por otra parte, viajando generalmente se hace vida sana: mucho aire libre, mucha caminata, mucho espacio para la relajación mental... e incluso física en el caso de los que se tomen su tiempo fuera de una manera más calmada: dormir hasta las 11, desayunar con pachorra, dar una vuelta, comer con tranquilidad, dar otra vuelta... No es mi caso, pues suelo llegar al hotel reventado de lo intenso que ha sido el día y caigo dormido como un bendito. Siempre he sido un poco ‘matao’ del ansia que tengo por ver más y más cosas en cada viaje, aunque en los últimos años por fortuna he aprendido a compaginar mucho mejor aventura y descanso.


En un viaje la diversión suele ser, además, bestial. Viendo lugares insólitos -por bonitos, por diferentes, por sorprendentes-, viviendo experiencias imposibles de disfrutar en tu ciudad de origen, pasando por multitud de anécdotas, relajándote mental y físicamente, conociendo gente nueva, compartiendo momentos con tus compañeros de escapada.. y llevándote además un recuerdo agradable (en la mayoría de las ocasiones, todo el mundo ha tenido más de un ‘viaje desastre’) para el resto de tus días.


Y, por último -y no por ello menos importante-, viajar sirve para aprender. No solo escultura, arquitectura o pintura, que también. Aprendes, para empezar, en el plano personal: aprendes de ti mismo, de tus reacciones, de cómo eres; te sirve para madurar, para mejorar, para saber desenvolverte mejor en el mundo; aprendes de los demás, tanto de los que viajan contigo como de la gente a la que conoces en tu viaje; te empapas de una cultura, sea regional, nacional o continental; comprendes mejor el mundo, te vuelves más inquieto, más tolerante, más culto. Y todo ello de una manera que no puede ser más divertida, generando endorfinas constantemente a base de risas, vida sana y tiempo libre. 


Viajar es, en definitiva, la mejor manera de compaginar diversión y aprendizaje mientras vives experiencias únicas. Por eso soy un adicto, y por eso quiero seguir viajando mientras mis fuerzas lo permitan.