martes, 30 de octubre de 2012

Costa este coruñesa: el alma de Galicia

Resulta difícil ser objetivo cuando parte de mi sangre es gallega y las primeras doce vacaciones de mi vida las he pasado allí, pero incluso haciendo un esfuerzo por despojarme de esa predisposición positiva hacia esa preciosa región del noroeste de España y tratando de verla desde un prisma de imparcialidad tengo que decir que Galicia es única. Por la autenticidad de su rica cultura y de sus sencillas gentes; por sus frondosos bosques de eucaliptos, sus faros apartados, sus acantilados de vértigo y su revuelto, frío y salvaje mar; por su gastronomía consistente, variadísima e inigualable; por sus antiguos puertos de pescadores y sus salvajes, limpias y amplias playas; por su amplio patrimonio artístico tanto prehistórico –dólmenes, castros, menhires, pinturas rupestres- como medieval; por el fresquito que hace durante el verano; por su sabor a pasado, por su bonita y sonora lengua, por la riqueza de su mitología propia, por su pasado y presente celta; por el sonido de las gaitas y la pureza y belleza de su música, por sus aldeas escondidas en las que parece no haber pasado el tiempo y viven a veces más animales que personas;  por su vida barata y práctica, el protagonismo de su naturaleza, su relativa resistencia a la industrialización masiva y a la especulación urbanística costera (esperemos que siga así);  por sus increíbles paisajes de montaña y de mar; por su aire puro y su viento fresco…  Hasta el cielo gris habitual en muchos de los días le otorga un encanto especial, como lo hace también la lluvia que mantiene verde y viva la tierra –que, eso sí, puede estropear un plan de vacaciones allí-. Vaya, creo que me cuesta bastante ser objetivo cuando amo una tierra, pero lo he intentado.


Dentro de esa autenticidad que resalto de Galicia en general, si algo es auténtico y salvaje son las Rías Altas. Hablaré en este post de la costa este de la provincia de A Coruña, frontera entre el Atlántico y el Cantábrico, la zona que mejor conozco dado que he tenido la suerte de haber vivido muchas vacaciones en ese paraíso y un lugar espectacular para hacer una ruta de unos pocos días por carretera. Miradores, playas desiertas, acantilados, aldeas y bosques jalonan esta pequeña área de la que os voy a hablar.


Comenzaremos la ruta por el “oeste del este”,  por San Andrés de Teixido, lugar al que “vai de morto quen non vai de vivo”, como reza el dicho, y uno de los sitios clave dentro de la tradición histórica/religiosa/mágica/supersticiosa gallega. Se trata de un santuario apartado en una escarpada zona costera que se ha convertido en uno de los principales símbolos de la Galicia ancestral y en un lugar frecuente de peregrinación en el que se mezclan desde hace siglos la religión y la superstición. Más allá del bonito paisaje que lo rodea merece la pena visitar este sencillo templo del siglo XVI que tanta leyenda encierra.

Un poco más al norte, y seguramente después de ver alguna manada de caballos salvajes, llegamos al espectacular Cabo Ortegal, coronado por su faro. Es el mejor sitio desde el que contemplar los famosos ‘aguillóns’ –aguijones-, escarpados islotes rocosos que se adentran en el revuelto mar y a los que solo llegan las aves y los valientes percebeiros.  El paisaje desde el Mirador de Vixía de Herbeira, con 620 metros el acantilado más grande de Europa, tampoco debe dejar de verse.

Entramos en la ría de Ortigueira, pasando por algún agradable pueblo como Cariño, e inevitablemente llegamos a la población que le da nombre, el principal municipio de la zona.  Ortigueira es una población mediana con muchos de los servicios y de las tiendas que les faltan a los pequeños pueblos de alrededor y conocida sobre todo por el macrofestival de música celta que se organiza cada verano en julio, una cita que los aficionados a estos sonidos no deben perderse.  Tampoco se debe perder la cercana playa de Morouzos-Cabalar, de dos kilómetros de extensión y cien metros de anchura.

Continuamos la ruta y, pasado otro lugar de interés como Espasante –con una bonita y pequeña playa y una pequeña ermita cercana en la que se homenajea a los marineros fallecidos- cogemos un desvío a la izquierda para dirigirnos a Céltigos-Mazorgán, como dice el tópico el secreto mejor guardado de esta zona. Estas dos aldeas apartadas y prácticamente desconocidas condensan en apenas un par de kilómetros cuadrados la esencia de Galicia: playas salvajes, acantilados, casas sencillas, campos de labor y bosques frondosos.  Un lugar mágico que ha calado en mí pues tuve la suerte de pasar allí mis vacaciones cuando era niño, al que he vuelto muchas veces y ante el que no puedo resultar indiferente dados los muchos y buenos recuerdos que me trae.

Dejamos de lado Céltigos y mi morriña y seguimos avanzando por la carretera principal –eso es mucho decir- entre curvas y bosques de eucalipto en dirección a la provincia de Lugo.  Una media hora después no se puede renunciar a coger otro desvío, el que lleva a la playa de Esteiro. Aparcando el coche y después de caminar a través de una zona de juncos se despliega ante nosotros un impresionante arenal  que acoge una playa abierta de aguas limpias y revueltas. Normalmente poca o ninguna gente veréis allí, pues es otro de esos tesoros que por fortuna han permanecido ocultos al turismo de masas. No hay ni una casa que estropee la vista, sí una ría bonita que desemboca entre rocas y juncos al mar. Una playa increíble, en definitiva, perfecta para dar un paseo, meditar, relajarse o pegarse un buen baño a tu bola si no le temes al agua ‘fresquita’.

Vamos acabando el viaje y, ya en el límite de la provincia de A Coruña, debemos visitar O Barqueiro, un acogedor y minúsculo pueblo de pescadores escondido entre la montaña y la ría del mismo nombre desde el que se divisa el largo puente de hierro que da paso a Lugo. Poco turístico pero auténtico, como toda la zona de la que os estoy hablando, es perfecto para tomar un buen plato de pescado o de marisco acompañado de un vino blanco mientras contemplas el pequeño puerto repleto de barquitas de madera (y de gaviotas) y la amplísima ría. Como curiosidad os cuento que el nombre del pueblo se debe a la existencia de un barquero que antiguamente ayudaba a cruzar al otro lado de la ría cuando no se había construido aún un puente.

Acabamos este recorrido unos kilómetros más allá y en otro cabo, al igual que el de Ortegal, mítico: el de Estaca de Bares.  Abierto, ventoso, con escasa vegetación y su correspondiente faro antiguo, es otro de los muchos ‘Finisterres’ de la provincia de A Coruña y el punto más septentrional de la Península Ibérica. Una vez más, la amplia panorámica que se puede contemplar desde allí corta la respiración, y puede suponer el último gran recuerdo de nuestro pequeño viaje.


Supongo que no debe ser fácil vivir esta zona con la pasión con la que yo lo hago, pero aunque no os llegase a transmitir todo eso creo que no os podéis perder este precioso trozo de la Galicia salvaje y auténtica, poco visitado y repleto de naturaleza. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario