lunes, 18 de febrero de 2013

Teruel: existe... ¡y es bonita!

En la vida en ocasiones no se nos mide por lo que valemos, sino por lo que queremos o sabemos transmitir de nosotros hacia el exterior; en otras palabras, por lo bien que nos vendemos. Muchas veces personas de un talento limitado gozan de una increíble fama, prestigio y repercusión, mientras que otras brillantes pasan desapercibidas por culpa de una mala campaña propagandística.

Esa máxima referida a las personas puede aplicarse perfectamente al mundo del turismo. Hay territorios, lugares y ciudades increíbles que bien por pertenecer a un país o región con menos nombre o fama, bien por culpa de una mala (o inexistente) campaña publicitaria, bien lastrados por un prejuicio o una leyenda urbana sostenidas en el tiempo o incluso por ninguna razón en particular se mantienen indiferentes al interés del viajero medio, que ni siquiera contempla qué atractivos puede tener ese sitio y que no llega ni a imaginar la posibilidad de desplazarse allí.
Uno de esos lugares por los que quiero romper una lanza es la pequeña ciudad de Teruel, que harta de ser tan injustamente ignorada histórica, geográfica y turísticamente tuvo la habilidad de idear un eslogan tan contundente como certero: Teruel existe. La urbe aragonesa sigue sin haber conseguido un importante poder de atracción en nuestro país -y no digamos en el extranjero- , pero al menos la frase ha conseguido su objetivo de llegar a mucha gente y despertar en ellos la curiosidad.

Eso sucedió en mi caso. ¡Algo debe tener Teruel!, pensé. Y me informé mejor sobre qué tenía que ofrecer la capital turolense, consiguiendo las ganas suficientes para animarme a pasar en un fin de semana allí. Y la verdad es que esa decisión resultó un acierto y la ciudad me acabó demostrando que no sólo existe, sino que además es bonita.
Bonita y pese a sus reducidas dimensiones muy rica artísticamente. El aislamiento geográfico, la timidez, la modestia y la pequeñez de Teruel esconden la realidad de que la urbe es con todo merecimiento la bandera del arte mudéjar en España. La ciudad es un auténtico museo de esta expresión artística con la que se combinó de una manera tan peculiar la arquitectura musulmana con la cristiana. El mudéjar -Patrimonio de la Humanidad en la ciudad y en la región aragonesa- regala a este apartado lugar un sello propio, una originalidad y una personalidad que no se ven fácilmente en otras poblaciones de nuestro país. 

Mudéjar aparte, Teruel ofrece un importante patrimonio modernista, un casco histórico tranquilo para pasear, la popular leyenda de los amantes, buen jamón y queso (bien conservados gracias al rigor del clima), veranos frescos y pueblos cercanos de interés como Albarracín, que merece un capítulo aparte. Y además resulta perfecta para una escapada corta ya que se ‘patea’ con facilidad en un par de días o incluso en uno. Son razones suficientes para una visita, ¿no creéis?
Hablaremos sobre todo de las principales muestras de mudéjar que se pueden disfrutar en Teruel, empezando por la originalísima catedral, que no os recordará a ninguna que hayáis visto: su base es mudéjar pero desde su origen en 1171 hasta las modificaciones recientes (de principios del siglo pasado) ha absorbido otros estilos como el plateresco, el gótico, el renacentista, el neoclásico y el modernista en una mezcla magistral. Si por fuera merece la pena por dentro todavía más, destacando la rica techumbre de su nave central.
Si resulta indispensable visitar la catedral qué vamos a decir del conjunto formado por la Iglesia de San Pedro y el anexo Mausoleo de los Amantes. La primera, gótica, llama la atención por su fascinante interior, de estilo modernista  neomudéjar (recuerda a la fantástica Saint Chapelle parisina gracias al color del techo, que remeda un cielo estrellado, y a sus fantásticas vidrieras, y cuenta con un soberbio altar mayor) y por su antigua torre del siglo XIII; la segunda merced a la popular leyenda encerrada en ese gran monumento funerario de sólido alabastro que llega a estremecer a causa del sentimiento que desprende: los amantes parecen unidos de la mano pero no lo están como símbolo del amor que nunca llegó a culminar.
¿Vamos con la leyenda, no? Eso sí, de manera resumida. Corre el siglo XIII cuando Juan Martínez de Marcilla e Isabel de Segura se conocen y se enamoran, ya desde niños, en la capital turolense. Pasa el tiempo y el hombre pretende casarse con la mujer, pero la familia de ella no le acepta al carecer éste de bienes. Juan parte a la guerra con el fin de enriquecerse y hacerse merecedor a su amada, logrando que se le conceda un año para regresar a Teruel y así poder casarse con Isabel… pero el año transcurre y el pretendiente no vuelve, así que su amada se casa con otro. Muy poco después Juan vuelve y pide un beso a Isabel, que se lo niega al ya estar desposada, y el joven muere de dolor. En el funeral que se celebra un día más tarde la mujer, arrepentida, acude al féretro y posa sus labios sobre los del muerto, falleciendo en ese mismo instante junto a él. Así, de esta manera trágica, acaba esta romántica y triste leyenda antigua con protagonistas reales -Juan e Isabel existieron- que ha situado en el mapa a una ciudad que sin embargo va mucho más allá de esta popular historia.
“Enamorarse es un deporte de riesgo en Teruel”, recuerdo que nos dijo el guía con el que visitamos la población. Y es que la de los amantes no es la única leyenda de amor y desgracia surgida en tiempos antiguos en la fría ciudad aragonesa. Contaremos una más, la de las torres de San Martín y del Salvador. Los encargados de ambos proyectos, los arquitectos mudéjares Omar y Abdalá, se enamoraron de la misma mujer, Zoraida, y pasaron de amigos a rivales. Ambos pidieron la mano de la chica al padre, y éste sentenció que se la concedería al que antes acabase su respectivo proyecto. El más rápido fue Omar, que convocó a toda la población turolense en el día del estreno de la torre creyendo que tenía asegurado su matrimonio con Zaida. Sin embargo, al destapar el trabajo y retirar el andamiaje constató que la torre, pese a ser muy bella, estaba claramente torcida. Tal fue su desazón que subió a lo alto de la misma y se arrojó al vacío. El amor de Zaida acabó siendo para el que tuvo menos prisa, Abdalá. Ambas torres, fabulosas, lucen hoy en día en Teruel junto con la de la Catedral, la de San Pedro y la de la Merced y rivalizan por llamar la atención del visitante. Realmente las cinco merecen la pena y honran merced a su imaginación decorativa no exenta de armonía el no siempre valorado arte mudéjar.
Las torres dan un sello distintivo a la pequeña Teruel, que también llama la atención del visitante por la magna y fabulosa escalera que da acceso al casco histórico. De más reciente construcción (1920-21) y de estilo -no podía ser de otra manera- neomudéjar, supone una grandiosa puerta de entrada al centro de la ciudad si bien no es la única, ya que existen numerosos accesos en la bien conservada muralla medieval que rodea el núcleo turolense.
El principal lugar de reunión y celebración de la villa, el punto de más vida de esta tranquilísima ciudad, es la plaza del torico -así se llama popularmente a la Plaza Mayor-, un  agradable espacio público porticado que, como no podía ser de otra manera en Teruel, está acompañado de una leyenda. Cuenta la misma que a finales del siglo XII los caballeros cristianos, tras haber doblegado a los moros, buscaban un lugar donde asentarse en la zona, y decidieron construir una ciudad allí donde se abatiese un animal. Un toro apareció un día (en el lugar en el que se halla hoy la plaza) bajo la luz de la estrella Actuel, y los caballeros decidieron darle muerte para posteriormente quedarse allí. De ese modo nació Teruel, cuyo nombre procede de la mezcla de Tor (toro) y uel (la estrella).

Leyendas aparte -prometo que es la última que cuento- la plaza también encierra interés artístico debido a su peculiar forma triangular, a la minúscula estatua del toro que la preside y al levantamiento de algunos interesantes edificios modernistas en derredor. Y como no todo va a ser leyenda y arte, os recomiendo que tomemos un descanso y nos quedemos de tapeo en la Plaza Mayor (lo de mayor es un decir) de Teruel, mejor en primavera o verano para no congelarse. El jamón y el queso son algunas de las especialidades de una zona que cuenta también con numerosos poderes gastronómicos, como sucede prácticamente en toda España.

La capital del sur de Aragón es una ciudad bonita, tranquila y agradable, rica en historia y arte, capital mundial del mudéjar, profusa en leyendas, fresca en verano, atractiva gastronómicamente. Considero que es una pena que no haya alcanzado la fama que se merece, pero en este reportaje he hecho lo que he podido por ella y sus numerosas virtudes. Os recomiendo una escapada a Teruel: doy fe de que existe… ¡y de que además es bonita!

viernes, 8 de febrero de 2013

Lot: armonía medieval en un lugar de cuento

Si pudiéramos pedir a la carta un lugar en el mundo a muchos nos vendría a la cabeza una tranquila comarca plagada de pueblos medievales magníficamente conservados enclavados en paisajes increíbles, que gozase de un clima agradable y presumiera de una fantástica gastronomía.

Ni estamos hablando de ficción ni nos referimos a la Hobbiton de El Señor de los Anillos, sino a un espacio real que además no queda demasiado lejos. Se trata de la increíble región de Lot, ubicada en el suroeste de Francia, una maravillosa provincia que combina como ninguna tierra las bondades antes descritas -arquitectura, naturaleza, clima y comida- y que conquista el corazón del viajero desde el primer segundo hasta el último.
En los cinco días que pasé allí, recorriendo todo lo que pude y más de la zona , llegué a la conclusión de que no se puede poner ni una sola pega a ese mundo de cuento, que es imposible encontrarle un sólo defecto: si acaso, que es demasiado perfecto. En cualquier momento esperas molestarte por culpa de alguna grúa que afee la panorámica de un pueblo, pasar por delante de una casa mal conservada, ver alguna basura que estropee el cuadro de un paisaje, escuchar un ruido que rompa un momento zen o probar un plato que no te acabe de convencer. Pero nada: la belleza y armonía de Lot no tienen ni una fisura.

Para tratar de pintar el cuadro empezaremos por el paisaje, una ordenada y agradable amalgama de prados verdes, campos de labor (viñedos, trigales…), pequeños bosques de árboles bajos y suaves lomas rota de vez en cuando por la presencia de impresionantes y escarpados cañones de roca caliza que imprimen un sello característico a la zona. A sus pies a menudo discurren amplios ríos de agua cristalina, que adornan todavía más la obra de arte que significa Lot.
La provincia es además una especie de queso de gruyere, pues consta de numerosísimas cuevas que componen un grandioso mundo subterráneo complementario al que está por encima. La más espectacular, sin duda alguna, es la Sima de Padirac, sin discusión la cueva natural más impresionante en la que he estado en mi vida. Es bonita como pocas, con formaciones rocosas de una imaginación que sólo puede ser fruto de la naturaleza, está fantásticamente iluminada e incluso goza de un pequeño río que se atraviesa en barca durante el recorrido, pero su mayor poder es su magnitud: 103 metros de altura y 32 de diámetro, que acaban de golpe con la sensación opresora que a veces se siente en una gruta. Durante la visita se explora más de un kilómetro de los ¡40! que tiene la descomunal red de túneles. La pega, la que suele darse en otros lugares famosos: la masificación turística, lo que no permite disfrutar la cueva tal y como se merece. De cualquier manera, imprescindible su visita si algún día viajáis a Lot.

Me he perdido en la sima de Padirac y toca ahora centrarse en otra de las grandes bazas de la zona, sus maravillosos pueblos. La mayoría de ellos son sencillos y carecen de grandes construcciones arquitectónicas pero se encuentran increíblemente conservados y cuidados. Con homogéneas casas de piedra de tejado rojo, a menudo rodeados por pequeñas murallas y encuadrados en lugares privilegiados, generan la atmósfera de fantasía medieval que se respira en Lot. La visita a cualquiera de ellos será un acierto, pero vamos a resaltar tres: Rocamadour, Saint-Cirq Lapopie y Loubressac.
El más conocido –merecidamente- de ellos es Rocamadour. Destaca por su espectacular emplazamiento, colgado de una grandiosa pared vertical de roca en la que se funde y por la que trepa hasta el castillo que lo domina. No es la única joya arquitectónica de la población, que cuenta además con un fantástico santuario del que resalta la iglesia de Notre Dame, hogar de la conocida Virgen Negra. Las fabulosas vistas desde lo alto del cañón de 120 metros de altura, el sabor medieval de su pequeña calle principal (plagada de tiendas de artesanía, adornada con numerosos carteles de hierro y circundada por arcos de piedra) y la presencia de una bonita cueva con pinturas rupestres completan la oferta de un municipio que no parece haber perdido su esencia pese a la llegada del turismo. Más bien lo ha sabido integrar de una manera sabia.

También maravilloso, aunque por otras razones, es Saint-Cirq Lapopie, pueblo de nombre muy cursi que sin embargo resulta tan bonito que se acaba disculpando su refinado apelativo. No tan popular fuera de su nación, en el país galo se le ha nombrado como ‘pueblo más bonito de Francia’, lo que es mucho decir. Quizás no conste de ningún monumento de especial interés a excepción de una gran iglesia y las ruinas de un castillo, pero la belleza de su uniforme casco histórico -en el que sus casas rivalizan en magnitud y grandeza- y, sobre todo, de su ubicación (en un alto plagado de verde que domina a la vez el cañón, la campiña y el río que corre a sus pies) lo convierten en un lugar mágico.
Otra villa increíble pese a no gozar de la fama de Rocamadour o de Saint-Cirq Lapopie es Loubressac, que para mí supuso la típica sorpresa positiva que casi siempre acaba deparando un viaje: un pueblo de juguete, magníficamente cuidado, amurallado y situado en una apacible loma arbolada desde la que se contempla una grandiosa llanura. Sus múltiples torres de cuento, sus minúsculas calles empedradas y sus casas, a menudo acompañadas de pequeños jardines y adornadas con hojas, hacen de este pequeño municipio otra poderosa razón más para visitar Lot.

Se podría hablar con detalle de muchísimos más pueblos de la zona –Carennac, Autoire-, del peculiar Museo de lo Imposible que encontramos en plena carretera o del sumo interés que encierra la visita a municipios más grandes como Cahors, capital de la zona y lugar de emplazamiento del famoso puente Valentré (patrimonio de la Humanidad), o Figeac, con un gran legado artístico-cultural y poseedor de una réplica de la piedra Roseta, pero el reportaje acabaría pecando de denso.
El buen clima de la zona, suave y soleado, suele hacer todavía más agradable la visita, que puede resultar inmejorable gracias a la prestigiosa gastronomía francesa: variada, exquisita y de sabores que a menudo combinan aunque parezca contradictorio suavidad e intensidad. Los precios, sin ser bajos, no resultan ni mucho menos exagerados, por lo que sería un pecado mortal no comer aunque fuera una vez en un buen restaurante de la región. El vino de Cahors, el azafrán, la nuez, la ciruela, el cordero, el queso y el imprescindible foie gras son las especialidades de la zona.

Paisaje, gastronomía y pueblos resultan los tres grandes poderes de esta preciosa provincia gala, un cercano lugar en el mundo perfecto para viajes en pareja, con amigos o incluso en soledad siempre que se tome la visita de una forma relajada. A quien quiera discotecas y bullicio no se le ha perdido nada allí; quienes busquen la desconexión y la paz en un entorno increíble encontrarán todo lo que necesitan en la tranquila y armoniosa Lot.