miércoles, 26 de diciembre de 2012

Córdoba: blanca, antigua, elegante y andaluza


Aunque ya no sea el referente cultural y político de antaño, en tiempos de los romanos –fue capital de la Provincia Bética- o de los musulmanes –centro del califato cordobés-, Córdoba la blanca conserva hoy en día no solo el carácter señorial, la belleza y la luminosidad que le han dado fama internacional, sino las huellas impolutas de su riquísima historia y una personalidad que le ha convertido en uno de los grandes símbolos de su Comunidad Autónoma en España y de nuestro país en el extranjero.

Córdoba es Andalucía. Por múltiples razones. Lo es por el intenso sabor andaluz de su amplio y céntrico laberinto de calles de casas bajas encaladas, por su extrema limpieza, su empedrado irregular y sus conocidísimos y cuidados patios llenos de flores; por las calesas que recorren su casco histórico, su elegancia en su sencillez, su gusto por el flamenco, su importante tradición taurina -con la que no comulgo, por cierto- y su intensa huella musulmana, más palpable que nunca en la impresionante Mezquita Catedral, símbolo de la ciudad, y en las cercanas ruinas de Medina Azahara; por la sequedad de la llanura que la rodea, prácticamente desértica; por sus suaves y agradables inviernos y sus infernales veranos, que convierten casi en un peligro mortal la visita durante el estío; por la alegría y la simpatía de su gente; por sus muchas palmeras y sus numerosos y ordenados jardines… Todo eso ha convertido a Córdoba en una urbe de mucho peso turístico, lo que provoca que en ocasiones se abuse de la explotación de lo andaluz y lo español como reclamo para el visitante. Eso sí, sin dejarse de lado (más bien al contrario) su fuerte esencia.

Patrimonio de la Humanidad, esta increíble ciudad de tamaño mediano se aprecia de la mejor manera posible alejándose un poco de ella y situándose al otro lado del puente que atraviesa el Guadalquivir, amplísimo a la altura de la capital cordobesa. Esa es sin duda ‘la foto’ de Córdoba, con las murallas, la Mezquita Catedral y el Alcázar enfrente coronando un homogéneo y extenso espacio de casas bajas y blancas arracimadas que mueren en el río. A nuestra izquierda se encuentra el primer monumento de interés de la urbe, la torre de la Calahorra, de origen medieval y que además de su interés arquitectónico e histórico acoge exposiciones y sirve de mirador de la bonita ciudad. Salimos de ella y cruzamos el impresionante puente que atraviesa el Guadalquivir, que merece un capítulo aparte debido a su grandeza -240 metros- y antigüedad: nació hace nada más y nada menos que 2.000 años en tiempos del Imperio Romano, aunque posteriormente los árabes y los cristianos reformarían la estructura. Además desde él se pueden ver algunos antiguos molinos de agua entre los que destaca la Noria de la Albolaifa, que data del siglo XII. Cruzado el río, culminado por la gran Puerta del Puente, hacemos un esfuerzo para no meternos aún en la increíble Mezquita Catedral y nos fijamos en una grandiosa columna –S.XVIII- dedicada al Arcángel San Rafael, la más espectacular de las muchas erigidas en la ciudad al Santo Custodio de Córdoba.


Pero hablemos ya de la joya de la corona, la imponente Mezquita Catedral, que cubre un inmenso espacio de 23.400 metros cuadrados que le ha convertido en la tercera más grande del mundo tan sólo por detrás de las ‘desconocidas’ de La Meca y Sultán Ahmed. Relativamente sobria por fuera -salvo en sus puertas, profusamente decoradas- pese al rasgo peculiar de contar con una torre campanario de estilo renacentista, de planta rectangular y con el ocre como color predominante esta joya arquitectónica esconde maravillas en su interior como el apacible patio de los naranjos, el mihrab, la maqsoura… y una basilica cristiana del siglo XVI. Pero a buen seguro que lo que más nos llamará la atención será su majestuoso bosque de columnas (856 nada más y nada menos, unidas por arcos de herradura o de medio punto), que se pierden hasta donde alcanzan la vista y la tenue luz y que conforman un espacio mágico. Patrimonio de la Humanidad en sí misma, es la más importante obra musulmana de España junto a la Alhambra y destaca además de por su importancia histórica y artística por haberse convertido en un relevante símbolo de la convivencia entre religiones: se empezó a construir en el siglo VIII, en tiempos del califato de Córdoba, a modo de mezquita sobre el emplazamiento de una basílica visigoda, hasta que al dominarla los cristianos (S.XIII) se convirtiera en catedral respetándose casi por completo su forma anterior. Hoy en día continúa sirviendo únicamente para el culto católico, pese a que los musulmanes abogan porque sirva para el culto de ambos credos.

La increíble Mezquita Catedral es el principal reclamo de la visita a Córdoba, pero ni mucho menos el único. Muy cerca de ella y también pegado al río hay otro imponente edificio que le intenta aguantar el pulso. Se trata del Alcázar de los Reyes Cristianos, espacio en el que han residido diversos monarcas -entre ellos Isabel y Fernando, a quienes Cristóbal Colón solicitó allí financiación para su aventura marítima-. Las murallas que lo circundan están magníficamente conservadas, así como sus cuatro torres, y cuenta con magníficos y cuidados jardines y patios de inspiración mudéjar adornados por numerosas fuentes y estanques.

Para completar la terna de toda visita a Córdoba debe darse un paseo por la judería, laberíntico y amplio espacio de casas bajas y blancas que rodea ambos monumentos. Es realmente fácil perder el sentido de la orientación paseando por tantas callejuelas angostas y sinuosas, pero la paz y tranquilidad que se respira en sus calles, patios y pequeñas plazas invitan a quedarse allí durante un buen rato, ajeno al bullicio exterior. Un conjunto histórico sencillo pero de gran belleza, alegre y cuidado en el que se respira Andalucía por los cuatro costados y donde destacan sus populares patios, muchos de los cuales compiten cada mes de mayo por ser el más bonito de la ciudad.

Córdoba es eso y mucho más: sus lujosas casas señoriales, entre las que resalta el Palacio de Viana; sus muchas estatuas dedicadas a las figuras históricas que allí vivieron, desde Averroes a Maimónides pasando por Séneca; su animada y amplia plaza de Zocodover, centro de la vida de ocio cordobesa; sus numerosos vestigios romanos; sus importantes museos, como el Arqueológico o el de Julio Romero de Torres; sus baños árabes y sus espectáculos de flamenco; el cercano conjunto monumental de Medina Azahara, el cual pese a estar en su mayoría en ruinas conserva parte del esplendor de antaño… Son solo algunos de los atractivos que posee una maravillosa urbe y que hacen imprescindible la visita a esta ciudad blanca, antigua, elegante y, por encima de todo, andaluza.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Islandia: otro planeta en la Tierra



He tenido la suerte de disfrutar del increíble paisaje de paraísos en la Tierra como Escocia, Madeira o Lanzarote, lugares de una belleza que corta la respiración. Pero hay un espacio en el mundo que está fuera de concurso, tan bonito, espectacular y singular que parece no una maravilla terrestre sino simplemente otro planeta. Islandia, el país del fuego y del hielo, es sin duda el lugar más impresionante que he visto.


La lejana, inhóspita y despoblada Islandia, pegada a Groenlandia y a caballo entre Europa y América, ofrece al viajero una cantidad de naturaleza abrumadora, colores y formas que jamás ha visto en su vida, paisajes únicos. Volcanes, glaciares, géiseres (de hecho, la palabra ‘geysir’ es islandesa), cañones, cascadas, acantilados, campos de lava, lagos, fiordos y playas de arena negra componen el cuadro de este inmenso parque natural que se hace llamar país y que se adorna además con dos fenómenos únicos: en verano el sol de medianoche y en invierno las auroras boreales. Dos maravillas, por cierto, que no tuve la suerte de vivir.
Su aislamiento geográfico, su escasez de habitantes -unos 300.000-, de animales (a excepción de los caballos y las ovejas, más numerosas que los humanos) y de vegetación, su idioma imposible de vocablos largos e impronunciables, su rica y arraigada mitología (más de la mitad de los islandeses creen en los elfos, con eso está todo dicho) y su clima revuelto y duro contribuyen también a convertir Islandia en un mundo aparte, a esa sensación de haber abandonado la Tierra para llegar a un planeta lejano. Algunos colores son tan peculiares que parecen artificiales, creados por algún genial pintor; algunos caprichos de la naturaleza tan sorprendentes que la mente no ha llegado siquiera a imaginarlos; algunas sensaciones tan irreales que en ocasiones tienes la sensación de estar metido de lleno en un sueño.

Ante tanta maravilla de la naturaleza pasé boquiabierto cada segundo de las dos semanas que estuve allí. Es cierto que me costó un riñón el viaje (una paga extra de navidad y otra de verano), pero también que el esfuerzo económico que realicé para ver Islandia quedó compensado con creces a base de naturaleza desbordante, como seguro lo quedará el vuestro si decidís viajar allí. 

El alto precio del viaje, no solo del vuelo sino de la gasolina o la comida, es uno de los ‘peros’ de la visita a Islandia, como también el tiempo, totalmente loco y acompañado de un viento helador que no invita precisamente a un baño en la playa. También es cierto que al que desee ver maravillas arquitectónicas no se le ha perdido nada allí salvo alguna pequeña excepción (la arquitectura islandesa se caracteriza por su funcionalidad y sencillez, tanto que muchas de las viviendas parecen almacenes o prefabricados en lugar de casas, pese a que las sencillas iglesias y algunos casas al estilo nórdico resulten bonitas).  Y mejor no hablamos demasiado del hedor del agua, tan fuerte que revuelve el estómago, procedente de los numerosísimos manantiales subterráneos con los que cuenta el país y que sin embargo tiene un sabor fantástico, puro, al estilo de la de Madrid. Además hay que dejar claro que el que quiera disfrutar del lujo no lo va a lograr allí (salvo, si se busca, en Reykjavik), ya que la gran mayoría de los hoteles y hostales del país son tan limpios como modestos y a que la mayoría de las veces tocará comer un bocadillo, frutas o una lata de conservas en medio de la nada.  Pese a todo ello la gran baza de Islandia, la naturaleza, es tan avasalladora y espectacular que compensa todo lo demás. Eso provoca también que las posibilidades de ocio de aventura se multipliquen por 1.000: el país es perfecto para actividades como rutas en 4x4, quads o motos de nieve, descenso de cañones, senderismo, piragüismo, bici de montaña… e incluso para el buceo.

Dejando de lado el seguramente también increíble interior de Islandia (solo apto para todoterrenos debido a su peligrosidad y cuya estrella es el monte Hekla, el volcán más grande de la nación) os invito a dar la vuelta a la isla, aunque va a ser difícil condensar tanta maravilla en estas líneas. Salimos de Reykjavik para alcanzar a través de la carretera circular, la única ‘gran’ vía (en realidad solo tiene un carril por cada dirección) que raja la inmensidad de Islandia, el Triángulo de Oro, las tres primeras obras de arte que ha creado la naturaleza en el país.

La inicial es el Parque Nacional de Thingvellir, que acoge un espectacular cañón volcánico fruto de la antigua separación de las placas tectónicas de Eurasia y América y que fue también lugar de reunión de los diversos clanes islandeses en el que se consideró el primer parlamento europeo allá por el siglo X; la segunda es una zona de gran actividad volcánica, plagada de sulfataras, pozas de lava, ríos de agua caliente y géiseres, que acoge precisamente el descomunal Geysir, el cual en su día llegaba a expulsar de su descomunal cráter líquido hirviendo a 80 metros y que ahora se encuentra dormido por culpa del maltrato humano. Otro geiser cercano, el Strokkur, sorprenderá aún así a los visitantes pues el agua que expulsa cada pocos minutos llega a alcanzar los 20 metros; y la tercera es quizás la cascada más impresionante de entre las muchísimas cascadas impresionantes de Islandia, lo que es mucho decir: la monumental Gulfoss, catarata de dos saltos enclavada en un cañón creado por ella misma. Son tales su belleza, fuerza, caudal y magnitud -25 metros de ancho, 32 de caída, 109 metros cúbicos por segundo de media…- que te hace sentir minúsculo y te provoca una sonrisa irónica al pensar en las típicas excursiones que has hecho en España a las típicas ‘grandes cascadas’, gotas de agua en comparación con la inmensidad de este mar interior.

Recuperados de la impresión tras esas primeras tres maravillas seguimos nuestro viaje hacia el sur. La tierra, antes más seca, ahora se vuelve de un verde fosforito y junto a alguna casa desperdigada empiezan a aparecer en los prados los bonitos y peculiares caballos islandeses (parecen ponis) y las peludas ovejas, auténticas bolas de pelo con patas. Dos increíbles cascadas más nos esperan para sorprendernos en nuestro camino: Sejklandafoss, cuyo final asemeja la entrada de un dragón chino en un lago y que se puede rodear por detrás, y Skogafoss, altísimo salto de agua con una potencia brutal que desemboca en un río de arena negra. Ambas se encuentran enclavadas en un paisaje de cuento, para variar.

Al sur del sur llegamos a un acantilado desde el que se puede contemplar la monumental playa de Vyk, que poco tiene que ver con un arenal mediterráneo: revuelta, salvaje, de una extensión de varios kilómetros, con el mar helado de color gris y la arena negra. Por si fuera poco el atractivo del lugar desde allí se presencia una peculiar formación rocosa cuya forma encierra una leyenda, la de dos trolls que arrastraban un barco hacia la orilla y que al alcanzarles la luz del sol quedaron petrificados para siempre. En los acantilados que delimitan la playa existen dos atractivos más: a los pies de uno se encuentra una especie de órgano de basalto formado por los caprichos de la actividad volcánica y en lo alto del otro se puede ver en ciertas épocas del año (yo tuve esa suerte) una importante colonia de frailecillos: pequeñas, divertidas y peculiares aves a caballo entre la gaviota, el pingüino y el loro que solo se dejan ver en este maravilloso país.

Seguimos viaje y volvemos hacia el norte siguiendo la costa este a través de un paisaje ahora desolado, un desierto de arena negra que más adelante se convierte durante un tramo en un surrealista mar de musgo. Al tiempo se empieza a ver, a lo lejos y entre un mar de nubes, el glaciar Vatnakojull, el más grande de Europa y otro de los impresionantes poderes de Islandia, una especie de gigantesca olla rebosante de hielo cuyas lenguas alcanzan el llano.  Pero antes de subir allí deberemos visitar el Parque Nacional Skaftafell, una agradable zona arbolada -de las poquísimas que existen en la isla- que acoge varias rutas de senderismo. La más popular desemboca en otra de las famosas cataratas de Islandia: Svartifoss, la cascada negra. Para ser islandesa no es ni muy caudalosa ni muy grande, pero destaca por los espectaculares tubos de basalto que le rodean y que le han dado nombre. Llegados a este punto, un poco más adelante, una opción irrenunciable es la de subir en 4x4 al Vatnajokull, donde se organizan pequeñas excursiones en moto de nieve en medio de la inmensidad del glaciar, que abarca hasta donde alcanza la vista y que suponen una experiencia única.  


Bajamos y a unos pocos kilómetros nos espera la laguna glaciar Jokulsarlon, a juicio de muchos el lugar más espectacular de Islandia (y eso que hay competencia) y al mío el sitio más bonito en el que he estado y quizás estaré en mi vida. Circundada por el propio glaciar, que se derrite en ella, y por el mar siempre revuelto, y rodeado en parte por una pequeña playa de arena negra se encuentra este lago. Inmerso en un paisaje de película, lo más sorprendente son los bloques de hielo que flotan en él, de las más diversas formas y de tonos irreales que van entre el blanco y el azul fosforito.  Navegar entre ellos en un bote, con la vista del glaciar al fondo, es algo que no se puede explicar con palabras.

Tras atravesar una agradable localidad pesquera, Höfn, comenzamos nuestro recorrido por la zona este de la isla, plagada de bonitos fiordos que se tarda un mundo en atravesar (pero no importa) para luego meternos hacia el interior. Ya pasada la anodina Egilsstadir, un buen tramo más tarde el paisaje se va tornando más y más seco hasta convertirse en lunar, al estilo de Lanzarote, con grandes desiertos y pequeñas montañas y descomunales espacios llanos de arena negra, marrón o roja que acompañan nuestro recorrido. Al poco tenemos la opción de desviarnos a la izquierda hacia una minúscula aldea en medio de la nada que parecería importada del lejano Oeste si no fuera por su pequeña iglesia y sus casas típicas islandesas (tan sencillas que parecen de juguete, con tejado a dos aguas y con hierba en su techo para proteger el interior del inclemente frío).

Salimos de nuevo a la carretera principal y nos dirigimos al norte entrando de lleno en otro Parque Natural, el de Jokulsargljufur –toma nombrecito-, cuyo punto culminante es la cascada Dettifoss, un sorprendente oasis en la sequedad y aridez que le rodea. Es otro de los saltos más impresionantes de Islandia, una cascada de una fuerza y caudal tan brutales que su estruendoso sonido se escucha a varios kilómetros de distancia y que tiñe de verde el cañón que lo guarda.

Dejamos esta nueva maravilla y un tiempo después llegamos a otra: el cañón de Asbyrgi, una magna formación natural que esconde entre sus rotundas paredes verticales un bosque, un lago de agua cristalina lleno de patos y un altavoz de sonidos gracias a su fuerte eco. Tiene una peculiar forma de herradura ya que según la leyenda se formó cuando Slepnir, el caballo de Odín, moldeó la tierra con uno de sus cascos. Yo, menos romántico, creo que salió así y punto (perdón por chafarlo, podéis creer la leyenda si queréis).

Llegamos ahora al mar y alcanzamos Husavik, agradable pueblo pesquero de casas de colores y un buen lugar de partida para coger un barco por el gélido Mar de Groenlandia e ir a ver ballenas. El peaje, el tremendo frío que hace en alta mar y la seguridad de que saldrás con los pies mojados y congelados, es alto, pero queda compensado al ver salir del agua y hundirse en ella a estos gigantescos animales de casi diez metros. Algunas ballenas llegan a sobrepasar los veinte, pero no tuvimos la fortuna de verlas. 

Abandonamos de nuevo la costa y nos metemos un poco en el interior para ver otra de las cumbres de la visita a Islandia, el gran lago Myvatn y sus sorprendentes alrededores. Podemos, entre otras muchas cosas, dar una vuelta por la zona de Dimmuborgir, una especie de Ciudad Encantada volcánica, subir al inmenso cráter –de un kilómetro de circunferencia- del negro volcán Hverjfall y contemplar sus maravillosas vistas o pasear por otra espectacular zona de fuerte actividad volcánica plagada de solfataras y de pozos de lava que se disfrutaría mejor si no despertara un olor tan fuerte a azufre que es capaz de estropear cualquier digestión. A unos kilómetros del lago podemos o más bien debemos visitar Godafoss, la Cascada de los Dioses.  Su atractivo estético es su gran anchura -en realidad es un semicírculo formado por varias cataratas anexas-; su atractivo histórico reside según la leyenda en que fue el lugar al que se arrojaron las estatuas de los dioses paganos cuando Islandia se convirtió al cristianismo. 

 
Un poco después, escondida en el mayor fiordo del país, un espejo de aguas cristalinas, se encuentra Akureyri, que pese a tratarse de la segunda población principal de la nación y de la capital del norte apenas es una pequeña ciudad o más bien un pueblo grande de unos 15.000 habitantes. Un sitio bonito con casas de estilo nórdico por el que pasear que cuenta además con todos los servicios.  En nuestro camino hacia la península de Snaefelness, la última etapa de nuestro viaje, se encuentra Varmahlid. En sus alrededores está la Granja Glaumbaer, que cuenta con un pequeño museo y que supone un fantástico ejemplo de casa tradicional islandesa apta para la visita del que se quiera acercar un poco más a la cultura y al modo de vida locales.
 
Por último, alcanzamos la casi deshabitada (como toda Islandia, por cierto) península de Snaefellness, increíble territorio que engloba todas las virtudes de la variedad paisajística de la isla -volcanes, fiordos, lagos, campos de lava, cascadas- y que además acoge el impresionante y mítico Snaefellsjökull, el volcán en el que Julio Verne situó su Viaje al centro de la Tierra. Cerca de él se encuentran además varias gigantescas playas de arena rosa, tan irreales que te hacen pensar si te han echado alguna droga en el desayuno, y desde las que con fortuna se puede ver alguna familia de leones marinos que miran con curiosidad a los escasos turistas que allí llegan.

Tan exhaustos como maravillados llegamos al fin a la capital, Reykjavik, que supone una dosis de realidad en el sueño que hemos vivido. No es una ciudad especialmente bonita, tal vez demasiado gris, pero sí cómoda y agradable. Cuenta, además de con los edificios oficiales, con una gran iglesia muy peculiar –Hallgrímur-, el modernísimo auditorio y centro de congresos  Harpa, el también novedoso mirador apodado La Perla, un tranquilo lago urbano como Tjörn y alguna casa interesante de estilo nórdico. La ciudad posee una importante vida cultural y de ocio para ser una localidad de un tamaño reducido y nos servirá para descubrir que sí, que viven personas en este increíble país (unas 120.000 en la urbe).

Eso me recuerda que no hemos hablado de las peculiaridades de la sociedad islandesa, tan original como su paisaje.  Es increíble lo avanzados que están socialmente sus habitantes, como demuestran numerosos detalles de los que solo os contaré unos cuantos para no aburrir y que contribuyen a la gran calidad de vida (frío aparte) del país: la cantidad de delitos es ínfima, la policía no cuenta con armas de fuego, la nación no posee ejército propio, la gente deja sin problemas sus pertenencias al alcance de cualquiera, el teléfono del presidente (que reside en una casa de Reykjavik y no tiene escolta) se encuentra en la guía de teléfonos como el de cualquier otro ciudadano, la democracia es muchísimo más participativa que en casi cualquier país del mundo, la afición de los islandeses a la lectura es inmensa (e incluso uno de cada diez escribe un libro), el paro muy bajo pese a la crisis, los derechos sociales innumerables… Vamos, que si no hiciera tanta ‘rasca’ te darían ganas de irte a vivir allí.

Para quitarnos el frío, por último, se antoja una postrera y obligada visita a la Laguna Azul, la más popular de las piscinas de aguas termales del país, otro lugar irreal escondido en una llanura volcánica y habitualmente acompañado de una densa niebla que te hace pensar por milésima vez que te hallas en otro planeta. Tras ese momento de relax extremo toca volver a España, siempre con la sensación de que has vivido un sueño del que te vas despertando, poco a poco, en el avión de regreso. Y es que Islandia es tan bonita, sorprendente y peculiar que no sabes distinguir la realidad de la ficción, que con el paso del tiempo continúas sin saber si la has vivido en realidad o si solo la has soñado.