miércoles, 23 de enero de 2013

De Santillana a Comillas: tres épocas en 15 kilómetros


Cantabria asegura, como todo el norte costero de España, fantásticas playas, tiempo fresco, verdes campos, abruptas montañas y una fantástica y contundente gastronomía. Pero vamos a utilizar la lupa para acercarnos a una pequeña zona de la comarca de la costa occidental. Son tan sólo 15 kilómetros los que hay desde Santillana del Mar hasta Comillas, pero en este reducido área existen tres de los principales poderes de esta bonita región y tres de sus importantes reclamos turísticos.

Tres joyas, cada una de una época y cada una de un estilo, brillan en el oeste cántabro, ofreciéndonos un viaje en el tiempo sin gastar gasolina ni precisar más de un par de días: la medieval Santillana, la modernista Comillas y la prehistórica Altamira. Muy distintas entre sí, pero coincidentes en su merecida fama, gran poder de atracción y carga de historia, ofrecen un millar de razones para hacer una pequeña ruta por esa zona.

Comenzamos por el pueblo de las tres mentiras, Santillana del Mar. Se le llama así porque no está dedicado a un santo, no es llano (se asienta sobre un terreno de suaves colinas) y tampoco tiene mar, aunque el Cantábrico se encuentre a tiro de piedra. Esta villa medieval fantásticamente conservada y cuidada destaca por la homogeneidad de su conjunto de casonas cántabras de piedra -que lucen todavía más gracias a sus imponentes balcones de madera adornados de flores-, su amplia plaza mayor y su empedrado irregular. Aunque haya que tener cuidado para no torcerse un tobillo, el paseo se hace muy agradable y relajante ya que está prohibido el paso de coches por su pequeño e interesante centro urbano. 

Multitud de casas señoriales, adornadas por escudos a cada cual más grande, pelean por llamar la atención del viajero, como también lo hacen los muchos puestos de productos naturales y de objetos de producción artesanal característicos de un municipio que se ha convertido, ayudado por su condición de conjunto histórico-artístico, en un imán para el turismo: no en vano, Santillana es uno de los pueblos con mayor fama de España.

Dentro de este bonito conjunto de piedra marrón resalta la Colegiata de Santa Juliana, el monumento más importante de arte románico en Cantabria, una estructura de tres naves construida en el siglo XII que cuenta además con un fantástico claustro; pero cada edificio de la localidad respira historia: el Parador, la Torre de Don Borja, la fantástica plaza de Ramón y Pelayo, el Ayuntamiento, las casas señoriales -de Leonor de la Vega, de los Table, de la Archiduquesa, de los Quevedo y Cossío-, los museos… Por cierto, hablando de estos últimos no se puede pasar por alto el estremecedor museo de la tortura, visita muy recomendable, por impactante, salvo para los hipersensibles. En él se puede comprobar hasta qué punto ha llegado (y todavía llega, por desgracia) la imaginación humana a la hora de hacer daño.

Un pequeño paseo de un par de kilómetros nos basta para retroceder miles de años en el tiempo y viajar a la prehistoria. El nombre del lugar es de sobra conocido: Altamira, la cueva que se ha hecho famosa ya no sólo en España, sino en el mundo, por las maravillosas pinturas rupestres que alberga, correspondientes al Paleolítico superior. En los techos de la popular gruta están representados animales –bisontes, caballos, ciervos…- , figuras con forma humana y dibujos abstractos, tanto en grabados como en pintura ocre, negra o roja, habiéndose utilizado en ocasiones la propia forma de la roca para crear relieve en las obras. 

Esta maravilla, Patrimonio de la Humanidad, se ha ganado el grandioso sobrenombre de La Capilla Sixtina del arte rupestre y ha atraído a personas de todo el mundo desde que fuera descubierta a finales del XIX. Sin embargo, por desgracia ahora el acceso está restringido a los visitantes alegándose que la cueva ha sufrido un grave deterioro y que éste podría acrecentarse.

Sea como fuere, la realidad es que quien acuda a Altamira deberá conformarse con la visita a un interesante museo de la prehistoria… y a la llamada neocueva, una réplica del original que resulta un tanto decepcionante como se puede suponer. No dudo de lo logrado de la imitación, pero el hecho de saber que no es la real -y la rápida percepción de que la supuesta roca no es tal sino cartón piedra- le quita toneladas de mística y encanto a la visita. Da más rabia todavía el saber que el verdadero tesoro está cerca y que lo estamos viendo es sólo una imitación que no data de la lejana Prehistoria, sino de hace unos pocos años. Siento haberos desanimado con este párrafo, pero creo que aún así debéis ver este espacio para haceros una idea de la increíble realidad que os estáis perdiendo.  En fin, todo sea por ayudar a su conservación…

Cogemos el coche y a quince kilómetros, siguiendo la carretera de la costa hacia el oeste, llegamos a nuestro tercer y último destino: Comillas. Siendo una localidad bonita, con un casco urbano agradable de carácter señorial y una escondida playa, se trata sin embargo de uno de esos sitios que destacan más por peculiares que por bellos. Especialmente gracias a cuatro espacios, a sus afueras, que pelean de día por ser el más original del municipio y de noche por ser el más inquietante, misterioso e incluso estremecedor. Se trata del cementerio, de la Universidad Pontificia, del Palacio de Sobrellano y de El Capricho del genial Gaudí. Cuando ya ha caído el sol, e incluso en días de penumbra, los cuatro lugares son capaces de generar una curiosa atmósfera de película de terror.  No es casualidad que un film de este género, Sexykiller, se haya rodado precisamente en este pueblo.

La impronta del modernismo en Comillas (también conjunto histórico-artístico) es grande, puesto que a finales del XIX se convirtió en un importante centro turístico de veraneo para la aristocracia y eso atrajo a muchos arquitectos catalanes de ese estilo, que han dejado una importante huella en la localidad. La encabeza sin duda El Capricho, una originalísima construcción de mil colores en la que destacan tanto su pórtico como las decoraciones cerámicas de los muros y que asemeja una casa encantada. Su derroche de colorido e imaginación -y el peso del nombre de su creador- la han convertido en la más popular obra de arte de Comillas, pero no es la única.

Desde El Capricho dos espacios majestuosos, construidos en una colina que realza su presencia, despiertan de nuevo el interés del foráneo: el Palacio de Sobrellano, de estilo neogótico, y la modernista Universidad Pontificia. Coinciden en el color rosáceo de sus muros, en sus colosales dimensiones, en originalidad y, sobre todo, en un aire de grandeza decadente que despide un halo de misterio durante el día e impone por la noche. El primero se asemeja a una fastuosa mansión del terror; el segundo, a un gran complejo militar en el que se hubiera decidido derrochar imaginación.

Cerramos nuestra ‘ruta del miedo’ visitando el lugar terrorífico por excelencia: el cementerio, que como casi todo en Comillas resulta diferente: no es un cementerio cualquiera. Vigilado por un ángel (fantástica escultura del modernista Llimona), ubicado en una pequeña colina por encima del pueblo y construido sobre las ruinas de una iglesia gótica, se encuentra plagado de tumbas y estatuas a cada cual más original. Para los no muy aprensivos o miedosos resultará impresionante dar una vuelta en el silencio del cementerio disfrutando de las obras de arte en mármol que acoge este museo fúnebre.

De esta manera tan lúgubre cerramos nuestro viaje en el tiempo por Cantabria y nuestra visita a tres lugares plagados de arte e historia, de merecida fama y tan diferentes entre sí como cercanos. Por si Santillana, Altamira y Comillas no tuvieran encanto suficiente añadiremos al coctel del viaje la naturaleza que los rodea, la cercanía del mar y la fantástica comida cántabra. ¿Hacen falta más motivos para viajar allí?

lunes, 7 de enero de 2013

Roma: ciudad eterna y grandioso museo


La capital de Italia, la espectacular y grandiosa Roma, tiene tanto de lo que hablar que uno no sabe por donde empezar a escribir. Esta vetusta ciudad, una de las más importantes del mundo ya desde la Antigüedad, posee un legado arquitectónico y cultural tan grande que resulta inabarcable no solo para este pequeño reportaje, sino para una enciclopedia de diez millones de páginas. Un legado que ha sabido conservar magníficamente, manteniendo así toda la grandeza de la que presumió con razón en épocas pasadas.

Su apropiado sobrenombre, la Ciudad Eterna, demuestra que Roma es historia y respira historia desde que se convirtiera en el corazón del mayor imperio que haya conocido la humanidad hasta nuestros días, habiendo pasando además por una nueva época de esplendor durante el Renacimiento. Desde su fundación en el 753 A.C. casi 3.000 años la contemplan, y por eso no es de extrañar que esta gran urbe de avenidas anchas y edificios mastodónticos sea un auténtico y gigantesco museo al aire libre plagado de estatuas y fuentes esplendorosas, edificios religiosos imponentes, inmensos monumentos, extensas y valiosas ruinas, antiguas iglesias, tesoros de un valor incalculable y amplísimas plazas, amén de numerosos y suntuosos museos. La profusión de obras de arte es tal -casi cada dos pasos te encuentras con una- que sí, que se llega a sufrir el Síndrome de Stendhal. El cerebro humano no está preparado para asimilar tanta muestra cultural por metro cuadrado y reconozco que aunque disfruté muchísimo paseando por esta incomparable urbe llegué a sentir momentos de cierto agobio por culpa de la infinita cantidad de arte que desbordaba mis sentidos.

Además de grandiosa y espectacular -y también cara, incluso más que Madrid- el adjetivo que le viene que ni pintado a la ciudad es el de elegante, tanto de día como de noche gracias a su extraordinaria iluminación. Lo es no solo por su arquitectura y urbanismo sino también por culpa de sus ciudadanos, que al más puro estilo italiano (y mas tratándose de la capital del país) suelen vestir ropa cara y a la última como tratando de estar a la altura de la urbe a la que pertenecen y tanto aman.
  
Sin embargo, entre tanta perfección y grandeza histórica y arquitectónica Roma demuestra que está muy viva y destila -sin perder ni un ápice de su conocida atmósfera romántica- una sensación de caos mediterráneo que la hace imperfecta y, por otro lado, más atractiva: un cierto aire decadente en algunos barrios, su famoso caos circulatorio (cuidado con las avalanchas de ‘vespinos’ al cruzar una calle), su devoción por el fútbol, el carácter alegre y espontáneo de los habitantes, los colores cálidos de sus edificios -en los que predominan el rojo, el amarillo y, sobre todo, el marrón-, el bullicio de sus cafés y lugares públicos… Todos esos detalles humanizan Roma, dándole a mi juicio más encanto y demostrando de paso la cercanía cultural existente entre italianos y españoles, lo que hace que pese a encontrarte en otro país en muchas ocasiones te sientas como en casa. El idioma,  el clima y el modo de vida, muy similares a los nuestros, también contribuyen a esa impresión.

También ofrece un aire muy familiar su popular cocina, de fama internacional y muy arraigada por cierto en nuestro país. Aunque se acusa a la comida italiana de poco variada, de ser  ‘sota, caballo, y rey’ -en este caso  ‘pasta, pizza y helado’- lo cierto es que es tan sana como sabrosa y que en una visita corta no llega a dar tiempo a cansarse: sus mil millones de pizzas y de pastas están muy ricas, sus vinos son de calidad, sus cafés únicos, su fruta realmente buena… y sobre todo sus helados resultan incomparables.

Los ‘gelatos’ merecen un capítulo aparte. Desde que visité Roma y los probé siempre defiendo que “helado es lo que se hace en Italia, y lo demás son malas imitaciones”.  Simplemente se trata de otra división, de otra categoría: mientras que en el resto de países del mundo -con alguna honrosa excepción, claro está-  son hielo con sabor a frutas en Italia se tratan de fruta helada (o café helado, o chocolate helado). Y no es poca la diferencia. Basta con mirar uno de los profusos mostradores de los cientos de heladerías que hay en el municipio para darse cuenta de ello: millones de colores intensos, con generosos trozos de fruta o de especias, deleitan la vista y hacen casi imposible resistirse a comprar; y el intensísimo y a la vez suave sabor es todavía mejor, una experiencia orgánica como diría el anuncio. Por culpa de un empacho de helados en pleno diciembre en Roma cogí un resfriado mastodóntico, pero dicen que sarna con gusto no pica: volvería a empacharme de ellos aunque hubiera 20 bajo cero. Si viajáis a Roma no podéis abandonarla sin probarlos: es algo tan importante como visitar el Coliseo o la Fontana de Trevi.

Eso me recuerda que todavía no he comenzado a hablar del aspecto cultural, algo que me va a ser muy difícil tratar de condensar. Como ya dije el legado de esta capital-museo es inmenso, así que habrá que sintetizar mucho y centrarse en sus símbolos: el Coliseo, el Palatino y el Foro romanos, el monumento a Víctor Manuel II, la Fontana de Trevi, el Panteón y sus principales plazas –Piazza del Popolo, Piazza Navona y Piazza de Spagna- e iglesias -entre las que destaca San Juan de Letrán-, amén de los mil tesoros que encierra la suntuosa ciudad-estado del Vaticano. Para el que se agobie hay que decir que pese a su gran magnitud Roma, engalanada más todavía por el también imponente y amplio río Tíber, es una ciudad perfecta para resistir la tentación de coger el transporte público, vencer la pereza y ‘patearla’ dada su condición de  totalmente llana. La mejor y más cómoda manera de recorrer y disfrutar la urbe es a pie… siempre que no sea verano y se sufran los rigores de su intenso calor.

Empezamos, cómo no, por el símbolo de la ciudad, el descomunal Coliseo, que pese a no encontrarse intacto, ni mucho menos, impresiona tanto por su amplitud como por su historia y su ubicación -en pleno centro de la ciudad-. El más conocido de los estadios de la Antigüedad, que cuenta con arcos a tres niveles, se creó hace casi 2.000 años y llegó a tener una capacidad para más de 50.000 espectadores, lo que da una idea de su grandeza. Miles de batallas con gladiadores y animales como protagonistas tuvieron lugar allí durante la larga época de bonanza del Imperio y se convirtieron en el espectáculo favorito para los ciudadanos de Roma. Siendo un monumento realmente espectacular recuerdo que no me llegó a llamar tanto la atención al haber estado previamente en el anfiteatro de El Jem, en Túnez, casi tan grande como el romano, mejor conservado y enclavado en medio del desierto; pero esa impresión personal no quita para que sea un espacio impresionante, cargado de historia y uno de los monumentos más conocidos de todo el mundo, que no es poco decir. 

Rodean el Coliseo -además de un buen número de centuriones que se prestan para una foto a cambio de algún euro suelto- el Palatino y el Foro, a los que se llega atravesando el impresionante y popular Arco de Constantino. Pese a encontrarse en ruinas ambos gigantescos espacios conservan intacto su aire imponente, que ayuda a imaginar cuán grande llegó a ser esta ciudad. El Foro fue nada más y nada menos que el centro comercial, político y religioso de la urbe y contiene monumentos de épocas que llegan a distar hasta 900 años, y pasear por él se convierte a nada que vuele la imaginación en un paseo por la antigua Roma; el Palatino -lugar en el que la leyenda sitúa la fundación de la urbe pues se dice que allí vivió la loba que cuidó de Rómulo y Remo- acogió las residencias de los grandes poderes y las grandes fortunas durante las épocas republicana e imperial (de ahí su nombre de palacio).

Al lado de ambos espacios, mucho más moderno (S.XX) pero también -en la línea de la ciudad- descomunal e imponente es el Vittorino, mastodóntico monumento dedicado al primer rey de la Italia unificada, Víctor Manuel II. También apodada, por su forma, la máquina de escribir, esta mole de 70 metros de altura y 135 de ancho sirve además como un excelente mirador tanto del Coliseo como del Foro y el Palatino.

Roma tampoco sería Roma sin sus espectaculares plazas, que compiten en grandeza. Especialmente las dos más conocidas, la Piazza Navona y la Piazza del Popolo, gigantescas y plagadas de obras de arte. La primera, barroca, presume de las fuentes de Neptuno y los Cuatro Ríos; la segunda, neoclásica, del obelisco egipcio, de la escalinata hasta el monte Pincio y de sus dos iglesias gemelas. No podemos obviar tampoco la animada Piazza de Spagna, lugar conocido por la popular escalinata que desemboca en la iglesia de Trinitá dei Monti y un sitio habitual para quedar o descansar.

Otra plaza, curiosamente pequeña y escondida en la inmensidad de Roma, esconde otro de sus mayores tesoros. Se trata de la Fontana de Trevi, maravillosa obra de arte barroco y de inspiración mitológica que despierta, gracias a sus 40 metros de ancho y a su elaborada belleza la admiración de todo aquél que pase por allí. Es imposible no quedarse completamente boquiabierto durante un buen rato e indispensable dedicar un buen tiempo a disfrutar - si te dejan los millones de turistas como tú que a todas horas copan la plaza- en un lugar especial. Un sitio que ha adquirido además una mayor fama gracias al cine –especialmente por la película La Dolce Vita- y a la arraigada tradición de arrojar monedas al fondo del estanque: el que quiera regresar a Roma deberá lanzar una moneda al agua de espaldas y por encima de su hombro izquierdo. Yo, poco crédulo, no lo hice, y ya me estoy arrepintiendo pues han pasado  más de diez años desde que pisé la capital italiana. Sea o no verdad la leyenda, lo cierto es que tanto Cáritas como más de un pobre espabilado que ronda la fuente agradecen la buena voluntad de los turistas.

Dejamos este espacio mágico y hablamos de otro muy distinto pero tanto o más imponente: el Panteón, que acoge entre otros ilustres las tumbas de Rafael o de Víctor Manuel II. Es una obra maestra de la arquitectura y un prodigio de construcción teniendo en cuenta el siglo en el que se construyó, el II, y la forma que tiene, culminada por la mayor bóveda del mundo. Un óculo de nueve metros se ha abierto en ella, permitiendo el paso de la luz -o de la lluvia- y generando de esa manera una iluminación especial en su interior. Gracias a sus casi 50 metros de altura y de diámetro y a las 16 descomunales columnas de su entrada es difícil no tener la impresión de encontrarse ante un monumento único y sí muy sencillo sentirse minúsculo, insignificante. Junto a la Fontana de Trevi fue la obra urbana que más me impactó de Roma, aunque por motivos distintos.

No podemos dejar de lado la importancia crucial de la religión en una urbe convertida en la capital cristiana mundial, cuya densa cultura católica se percibe desde que se pone un pie en ella. Plagada de monjas y de curas, que suelen atravesar sus calles a todo correr, el peso religioso del municipio se nota además en sus numerosísimas y esplendorosas iglesias, a cada cuál más amplia, rica en tesoros y sorprendente.  La que más me impactó fue la Basílica de San Juan de Letrán, Catedral de Roma y la primera iglesia que se construyó en la ciudad, que posee un grandioso (y no solo por su tamaño) interior: columnas imponentes, estatuas colosales, mosaicos y techos profusamente decorados… Su visita hace que te des aún más cuenta de cuán grande y rica era y es la ciudad. Pero hay millones de increíbles iglesias más en Roma, entre las que podríamos citar la de San Pietro in Víncoli y su Moisés de Miguel Ángel, la de Santa María en Trastevere y sus maravillosos mosaicos o la de la Santa María in Cosmedin y su popular leyenda de la Boca de la Veritá -escultura de la que se dice que muerde la mano de todo aquél que miente-.

Seguimos nuestra larga ruta y cruzamos el amplio Tíber atravesando el antiguo (S.II)  Puente Sant´Angelo. Custodiado por diez ángeles, además de su gran valor histórico y artístico sirve como un fantástico mirador de esta zona de la ciudad. Es la antesala además del Castell Sant´Angelo, otro monumento romano del siglo segundo que resalta gracias a su gran tamaño, sus cinco pisos y su novedosa forma circular. Coronado también por un ángel, las vistas desde la parte alta son magníficas y alberga además el Museo Nacional, no tan extenso ni tan impactante como da a suponer su nombre.

Es el último lugar de visita imprescindible antes de llegar a pie al país más pequeño (0,44 kilómetros cuadrados) y el menos poblado (ni  1.000 habitantes) del mundo: la ciudad-estado de El Vaticano. Pese a su independencia política de Italia y a sus curiosas características - reducido tamaño, altísima renta per cápita, carácter de residencia del Sumo Pontífice y de los altos poderes de la Iglesia, el uso del latín como idioma oficial- geográficamente es solo otro distrito de Roma. El más imponente, lujoso y lleno de tesoros dentro de una ciudad imponente, lujosa y llena de tesoros, eso sí.

La Santísima Trinidad (nunca mejor dicho) del Vaticano la conforman la Plaza de San Pedro, la Basílica y los Museos. La primera es un impresionante espacio ovalado con un gigantesco obelisco como centro, rodeado por un mar de 284 columnas y coronado por un ejército de 140 estatuas de santos; los museos, por su parte, albergan 14,5 kilómetros de ricas esculturas, pinturas, joyas, tapices y multitud de enseres procedentes de todos los lugares del mundo. La ruta turística, de ‘solo ’ un kilómetro, culmina en la soberbia Capilla Sixtina, en cuya construcción colaboraron genios como Botticelli o Miguel Ángel, quien pintó la cúpula, y que sirve además como escenario para la coronación de los papas.

La Basílica, construida entre los siglos XVI y XVII, constituye una obra maestra del arte renacentista y barroco. Acoge la tumba de numerosos papas - incluido el primer pontífice, San Pedro- y multitud de obras de arte entre las que destacan la maravillosa Piedad de Miguel Ángel o el grandioso Baldaquino de bronce que diseñó Bernini. Su lujosísimo interior de oro, plata, mármol y madera llama tanto la atención como su descomunal tamaño: 190 metros de longitud, 136 de altura en su cúpula y una capacidad para 20.000 personas. Por ambos poderes (lujo y magnitud) y por su importancia histórica y presente es considerado el mayor templo de la cristiandad. La vista desde su terraza, con la majestuosa plaza a los pies del visitante, resulta también espectacular. 

Este extenso reportaje se refiere solo a una pequeña parte de Roma, que cuenta con todo lo ya citado y mucho más: las termas de Caracalla, las catacumbas, la Villa Borghese, el mercado de Trajano… Son innumerables las obras de arte que ha dejado su riquísima y extensa historia   pero me vais a permitir que deje de escribir, pues me encuentro tan agotado como lo estaba después de recorrer -lo que me dejaron las piernas y el tiempo- la colosal Ciudad Eterna. El cansancio es el precio que hay que pagar para disfrutar de una de las ciudades más antiguas, bonitas, ricas y fascinantes del Planeta Tierra, y quizá la más grandiosa. Bienvenido sea.