Cantabria asegura, como todo el norte costero de España,
fantásticas playas, tiempo fresco, verdes campos, abruptas montañas y una
fantástica y contundente gastronomía. Pero vamos a utilizar la lupa para
acercarnos a una pequeña zona de la comarca de la costa occidental. Son tan
sólo 15 kilómetros los que hay desde Santillana del Mar hasta Comillas, pero en
este reducido área existen tres de los principales poderes de esta bonita
región y tres de sus importantes reclamos turísticos.
Tres joyas, cada una de una época y cada una de un estilo,
brillan en el oeste cántabro, ofreciéndonos un viaje en el tiempo sin gastar
gasolina ni precisar más de un par de días: la medieval Santillana, la
modernista Comillas y la prehistórica Altamira. Muy distintas entre sí, pero
coincidentes en su merecida fama, gran poder de atracción y carga de historia,
ofrecen un millar de razones para hacer una pequeña ruta por esa zona.
Comenzamos por el pueblo de las tres mentiras, Santillana
del Mar. Se le llama así porque no está dedicado a un santo, no es llano (se
asienta sobre un terreno de suaves colinas) y tampoco tiene mar, aunque el
Cantábrico se encuentre a tiro de piedra. Esta villa medieval fantásticamente
conservada y cuidada destaca por la homogeneidad de su conjunto de casonas
cántabras de piedra -que lucen todavía más gracias a sus imponentes balcones de
madera adornados de flores-, su amplia plaza mayor y su empedrado irregular.
Aunque haya que tener cuidado para no torcerse un tobillo, el paseo se hace muy
agradable y relajante ya que está prohibido el paso de coches por su pequeño e
interesante centro urbano.
Multitud de casas
señoriales, adornadas por escudos a cada cual más grande, pelean por llamar la
atención del viajero, como también lo hacen los muchos puestos de productos
naturales y de objetos de producción artesanal característicos de un municipio
que se ha convertido, ayudado por su condición de conjunto histórico-artístico,
en un imán para el turismo: no en vano, Santillana es uno de los pueblos con
mayor fama de España.
Dentro de este bonito conjunto de piedra marrón resalta la
Colegiata de Santa Juliana, el monumento más importante de arte románico en
Cantabria, una estructura de tres naves construida en el siglo XII que cuenta
además con un fantástico claustro; pero cada edificio de la localidad respira
historia: el Parador, la Torre de Don Borja, la fantástica plaza de Ramón y
Pelayo, el Ayuntamiento, las casas señoriales -de Leonor de la Vega, de los
Table, de la Archiduquesa, de los Quevedo y Cossío-, los museos… Por cierto,
hablando de estos últimos no se puede pasar por alto el estremecedor museo de
la tortura, visita muy recomendable, por impactante, salvo para los
hipersensibles. En él se puede comprobar hasta qué punto ha llegado (y todavía
llega, por desgracia) la imaginación humana a la hora de hacer daño.
Un pequeño paseo de un par de kilómetros nos basta para
retroceder miles de años en el tiempo y viajar a la prehistoria. El nombre del
lugar es de sobra conocido: Altamira, la cueva que se ha hecho famosa ya no
sólo en España, sino en el mundo, por las maravillosas pinturas rupestres que alberga,
correspondientes al Paleolítico superior. En los techos de la popular gruta
están representados animales –bisontes, caballos, ciervos…- , figuras con forma
humana y dibujos abstractos, tanto en grabados como en pintura ocre, negra o
roja, habiéndose utilizado en ocasiones la propia forma de la roca para crear
relieve en las obras.
Esta maravilla, Patrimonio de la Humanidad, se ha ganado el grandioso
sobrenombre de La Capilla Sixtina del
arte rupestre y ha atraído a personas de todo el mundo desde que fuera
descubierta a finales del XIX. Sin embargo, por desgracia ahora el acceso está
restringido a los visitantes alegándose que la cueva ha sufrido un grave
deterioro y que éste podría acrecentarse.
Sea como fuere, la realidad es que quien acuda a Altamira
deberá conformarse con la visita a un interesante museo de la prehistoria… y a
la llamada neocueva, una réplica del
original que resulta un tanto decepcionante como se puede suponer. No dudo de lo
logrado de la imitación, pero el hecho de saber que no es la real -y la rápida
percepción de que la supuesta roca no es tal sino cartón piedra- le quita toneladas
de mística y encanto a la visita. Da más rabia todavía el saber que el verdadero
tesoro está cerca y que lo estamos viendo es sólo una imitación que no data de
la lejana Prehistoria, sino de hace unos pocos años. Siento haberos desanimado
con este párrafo, pero creo que aún así debéis ver este espacio para haceros
una idea de la increíble realidad que os estáis perdiendo. En fin, todo sea por ayudar a su
conservación…
Cogemos el coche y a quince kilómetros, siguiendo la
carretera de la costa hacia el oeste, llegamos a nuestro tercer y último
destino: Comillas. Siendo una localidad bonita, con un casco urbano agradable
de carácter señorial y una escondida playa, se trata sin embargo de uno de esos
sitios que destacan más por peculiares que por bellos. Especialmente gracias a
cuatro espacios, a sus afueras, que pelean de día por ser el más original del
municipio y de noche por ser el más inquietante, misterioso e incluso
estremecedor. Se trata del cementerio, de la Universidad Pontificia, del
Palacio de Sobrellano y de El Capricho del genial Gaudí. Cuando ya ha caído el
sol, e incluso en días de penumbra, los cuatro lugares son capaces de generar
una curiosa atmósfera de película de terror. No es casualidad que un film de este género, Sexykiller, se haya rodado
precisamente en este pueblo.
La impronta del modernismo en Comillas (también conjunto
histórico-artístico) es grande, puesto que a finales del XIX se convirtió en un
importante centro turístico de veraneo para la aristocracia y eso atrajo a
muchos arquitectos catalanes de ese estilo, que han dejado una importante
huella en la localidad. La encabeza sin duda El Capricho, una originalísima
construcción de mil colores en la que destacan tanto su pórtico como las
decoraciones cerámicas de los muros y que asemeja una casa encantada. Su derroche
de colorido e imaginación -y el peso del nombre de su creador- la han convertido
en la más popular obra de arte de Comillas, pero no es la única.
Desde El Capricho dos espacios majestuosos, construidos en
una colina que realza su presencia, despiertan de nuevo el interés del foráneo:
el Palacio de Sobrellano, de estilo neogótico, y la modernista Universidad
Pontificia. Coinciden en el color rosáceo de sus muros, en sus colosales
dimensiones, en originalidad y, sobre todo, en un aire de grandeza decadente
que despide un halo de misterio durante el día e impone por la noche. El primero se asemeja a una fastuosa mansión
del terror; el segundo, a un gran complejo militar en el que se hubiera
decidido derrochar imaginación.
Cerramos nuestra ‘ruta del miedo’ visitando el lugar
terrorífico por excelencia: el cementerio, que como casi todo en Comillas resulta
diferente: no es un cementerio cualquiera. Vigilado por un ángel (fantástica
escultura del modernista Llimona), ubicado en una pequeña colina por encima del
pueblo y construido sobre las ruinas de una iglesia gótica, se encuentra
plagado de tumbas y estatuas a cada cual más original. Para los no muy
aprensivos o miedosos resultará impresionante dar una vuelta en el silencio del
cementerio disfrutando de las obras de arte en mármol que acoge este museo fúnebre.
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