La capital de Italia, la espectacular y grandiosa Roma,
tiene tanto de lo que hablar que uno no sabe por donde empezar a escribir. Esta
vetusta ciudad, una de las más importantes del mundo ya desde la Antigüedad,
posee un legado arquitectónico y cultural tan grande que resulta inabarcable no
solo para este pequeño reportaje, sino para una enciclopedia de diez millones
de páginas. Un legado que ha sabido conservar magníficamente, manteniendo así toda la grandeza de la que presumió con razón en épocas pasadas.
Su apropiado sobrenombre, la Ciudad Eterna, demuestra que
Roma es historia y respira historia desde que se convirtiera en el corazón del
mayor imperio que haya conocido la humanidad hasta nuestros días, habiendo
pasando además por una nueva época de esplendor durante el Renacimiento. Desde
su fundación en el 753 A.C. casi 3.000 años la contemplan, y por eso no es de
extrañar que esta gran urbe de avenidas anchas y edificios mastodónticos sea un
auténtico y gigantesco museo al aire libre plagado de estatuas y fuentes
esplendorosas, edificios religiosos imponentes, inmensos monumentos, extensas y
valiosas ruinas, antiguas iglesias, tesoros de un valor incalculable y
amplísimas plazas, amén de numerosos y suntuosos museos. La profusión de obras
de arte es tal -casi cada dos pasos te encuentras con una- que sí, que se llega
a sufrir el Síndrome de Stendhal. El cerebro humano no está preparado para
asimilar tanta muestra cultural por metro cuadrado y reconozco que aunque
disfruté muchísimo paseando por esta incomparable urbe llegué a sentir momentos
de cierto agobio por culpa de la infinita cantidad de arte que desbordaba mis
sentidos.
Además de grandiosa y espectacular -y también cara, incluso
más que Madrid- el adjetivo que le viene que ni pintado a la ciudad es el de
elegante, tanto de día como de noche gracias a su extraordinaria iluminación.
Lo es no solo por su arquitectura y urbanismo sino también por culpa de sus
ciudadanos, que al más puro estilo italiano (y mas tratándose de la capital del
país) suelen vestir ropa cara y a la última como tratando de estar a la altura
de la urbe a la que pertenecen y tanto aman.
Sin embargo, entre tanta perfección y grandeza histórica y
arquitectónica Roma demuestra que está muy viva y destila -sin perder ni un
ápice de su conocida atmósfera romántica- una sensación de caos mediterráneo
que la hace imperfecta y, por otro lado, más atractiva: un cierto aire
decadente en algunos barrios, su famoso caos circulatorio (cuidado con las
avalanchas de ‘vespinos’ al cruzar una calle), su devoción por el fútbol, el
carácter alegre y espontáneo de los habitantes, los colores cálidos de sus
edificios -en los que predominan el rojo, el amarillo y, sobre todo, el marrón-, el
bullicio de sus cafés y lugares públicos… Todos esos detalles humanizan Roma,
dándole a mi juicio más encanto y demostrando de paso la cercanía cultural existente
entre italianos y españoles, lo que hace que pese a encontrarte en otro país en
muchas ocasiones te sientas como en casa. El idioma, el clima y el modo de vida, muy similares a
los nuestros, también contribuyen a esa impresión.
También ofrece un aire muy familiar su popular cocina, de
fama internacional y muy arraigada por cierto en nuestro país. Aunque se acusa
a la comida italiana de poco variada, de ser ‘sota, caballo, y rey’ -en este caso ‘pasta, pizza y helado’- lo cierto es que es
tan sana como sabrosa y que en una visita corta no llega a dar tiempo a cansarse:
sus mil millones de pizzas y de pastas están muy ricas, sus vinos son de
calidad, sus cafés únicos, su fruta realmente buena… y sobre todo sus helados resultan
incomparables.
Los ‘gelatos’ merecen un capítulo aparte. Desde que visité
Roma y los probé siempre defiendo que “helado es lo que se hace en Italia, y lo
demás son malas imitaciones”.
Simplemente se trata de otra división, de otra categoría: mientras que en
el resto de países del mundo -con alguna honrosa excepción, claro está- son hielo con sabor a frutas en Italia se
tratan de fruta helada (o café helado, o chocolate helado). Y no es poca la
diferencia. Basta con mirar uno de los profusos mostradores de los cientos de
heladerías que hay en el municipio para darse cuenta de ello: millones de
colores intensos, con generosos trozos de fruta o de especias, deleitan la
vista y hacen casi imposible resistirse a comprar; y el intensísimo y a la vez
suave sabor es todavía mejor, una experiencia orgánica como diría el anuncio. Por
culpa de un empacho de helados en pleno diciembre en Roma cogí un resfriado
mastodóntico, pero dicen que sarna con gusto no pica: volvería a empacharme de ellos
aunque hubiera 20 bajo cero. Si viajáis a Roma no podéis abandonarla sin
probarlos: es algo tan importante como visitar el Coliseo o la Fontana de
Trevi.
Eso me recuerda que todavía no he comenzado a hablar del
aspecto cultural, algo que me va a ser muy difícil tratar de condensar. Como ya
dije el legado de esta capital-museo es inmenso, así que habrá que sintetizar
mucho y centrarse en sus símbolos: el Coliseo, el Palatino y el Foro romanos, el
monumento a Víctor Manuel II, la Fontana de Trevi, el Panteón y sus principales
plazas –Piazza del Popolo, Piazza Navona y Piazza de Spagna- e iglesias -entre
las que destaca San Juan de Letrán-, amén de los mil tesoros que encierra la suntuosa
ciudad-estado del Vaticano. Para el que se agobie hay que decir que pese a su gran
magnitud Roma, engalanada más todavía por el también imponente y amplio río
Tíber, es una ciudad perfecta para resistir la tentación de coger el transporte
público, vencer la pereza y ‘patearla’ dada su condición de totalmente llana. La mejor y más cómoda manera
de recorrer y disfrutar la urbe es a pie… siempre que no sea verano y se sufran
los rigores de su intenso calor.
Empezamos, cómo no, por el símbolo de la ciudad, el
descomunal Coliseo, que pese a no encontrarse intacto, ni mucho menos,
impresiona tanto por su amplitud como por su historia y su ubicación -en pleno
centro de la ciudad-. El más conocido de los estadios de la Antigüedad, que
cuenta con arcos a tres niveles, se creó hace casi 2.000 años y llegó a tener
una capacidad para más de 50.000 espectadores, lo que da una idea de su
grandeza. Miles de batallas con
gladiadores y animales como protagonistas tuvieron lugar allí durante la larga
época de bonanza del Imperio y se convirtieron en el espectáculo favorito para
los ciudadanos de Roma. Siendo un monumento realmente espectacular recuerdo que
no me llegó a llamar tanto la atención al haber estado previamente en el
anfiteatro de El Jem, en Túnez, casi tan grande como el romano, mejor
conservado y enclavado en medio del desierto; pero esa impresión personal no
quita para que sea un espacio impresionante, cargado de historia y uno de los
monumentos más conocidos de todo el mundo, que no es poco decir.
Rodean el Coliseo -además de un buen número de centuriones
que se prestan para una foto a cambio de algún euro suelto- el Palatino y el
Foro, a los que se llega atravesando el impresionante y popular Arco de
Constantino. Pese a encontrarse en ruinas ambos gigantescos espacios conservan
intacto su aire imponente, que ayuda a imaginar cuán grande llegó a ser esta
ciudad. El Foro fue nada más y nada menos que el centro comercial, político y
religioso de la urbe y contiene monumentos de épocas que llegan a distar hasta
900 años, y pasear por él se convierte a nada que vuele la imaginación en un
paseo por la antigua Roma; el Palatino -lugar en el que la leyenda sitúa la
fundación de la urbe pues se dice que allí vivió la loba que cuidó de Rómulo y
Remo- acogió las residencias de los grandes poderes y las grandes fortunas
durante las épocas republicana e imperial (de ahí su nombre de palacio).
Al lado de ambos espacios, mucho más moderno (S.XX) pero
también -en la línea de la ciudad- descomunal e imponente es el Vittorino,
mastodóntico monumento dedicado al primer rey de la Italia unificada, Víctor
Manuel II. También apodada, por su forma, la máquina de escribir, esta mole de
70 metros de altura y 135 de ancho sirve además como un excelente mirador tanto
del Coliseo como del Foro y el Palatino.
Roma tampoco sería Roma sin sus espectaculares plazas, que
compiten en grandeza. Especialmente las dos más conocidas, la Piazza Navona y
la Piazza del Popolo, gigantescas y plagadas de obras de arte. La primera,
barroca, presume de las fuentes de Neptuno y los Cuatro Ríos; la segunda,
neoclásica, del obelisco egipcio, de la escalinata hasta el monte Pincio y de
sus dos iglesias gemelas. No podemos obviar tampoco la animada Piazza de
Spagna, lugar conocido por la popular escalinata que desemboca en la iglesia de
Trinitá dei Monti y un sitio habitual para quedar o descansar.
Otra plaza, curiosamente pequeña y escondida en la inmensidad
de Roma, esconde otro de sus mayores tesoros. Se trata de la Fontana de Trevi,
maravillosa obra de arte barroco y de inspiración mitológica que despierta,
gracias a sus 40 metros de ancho y a su elaborada belleza la admiración de todo
aquél que pase por allí. Es imposible no quedarse completamente boquiabierto
durante un buen rato e indispensable dedicar un buen tiempo a disfrutar - si te
dejan los millones de turistas como tú que a todas horas copan la plaza- en un
lugar especial. Un sitio que ha adquirido además una mayor fama gracias al cine
–especialmente por la película La Dolce
Vita- y a la arraigada tradición de arrojar monedas al fondo del estanque: el
que quiera regresar a Roma deberá lanzar una moneda al agua de espaldas y por
encima de su hombro izquierdo. Yo, poco crédulo, no lo hice, y ya me estoy
arrepintiendo pues han pasado más de diez
años desde que pisé la capital italiana. Sea o no verdad la leyenda, lo cierto
es que tanto Cáritas como más de un pobre espabilado que ronda la fuente agradecen
la buena voluntad de los turistas.
Dejamos este espacio mágico y hablamos de otro muy distinto
pero tanto o más imponente: el Panteón, que acoge entre otros ilustres las
tumbas de Rafael o de Víctor Manuel II. Es una obra maestra de la arquitectura
y un prodigio de construcción teniendo en cuenta el siglo en el que se
construyó, el II, y la forma que tiene, culminada por la mayor bóveda del
mundo. Un óculo de nueve metros se ha abierto en ella, permitiendo el paso de
la luz -o de la lluvia- y generando de esa manera una iluminación especial en
su interior. Gracias a sus casi 50 metros de altura y de diámetro y a las 16
descomunales columnas de su entrada es difícil no tener la impresión de
encontrarse ante un monumento único y sí muy sencillo sentirse minúsculo,
insignificante. Junto a la Fontana de Trevi fue la obra urbana que más me
impactó de Roma, aunque por motivos distintos.
No podemos dejar de lado la importancia crucial de la
religión en una urbe convertida en la capital cristiana mundial, cuya densa
cultura católica se percibe desde que se pone un pie en ella. Plagada de monjas
y de curas, que suelen atravesar sus calles a todo correr, el peso religioso del
municipio se nota además en sus numerosísimas y esplendorosas iglesias, a cada
cuál más amplia, rica en tesoros y sorprendente. La que más me impactó fue la Basílica de San
Juan de Letrán, Catedral de Roma y la primera iglesia que se construyó en la
ciudad, que posee un grandioso (y no solo por su tamaño) interior: columnas
imponentes, estatuas colosales, mosaicos y techos profusamente decorados… Su
visita hace que te des aún más cuenta de cuán grande y rica era y es la ciudad.
Pero hay millones de increíbles iglesias más en Roma, entre las que podríamos
citar la de San Pietro in Víncoli y su Moisés de Miguel Ángel, la de Santa
María en Trastevere y sus maravillosos mosaicos o la de la Santa María in
Cosmedin y su popular leyenda de la Boca de la Veritá -escultura de la que se
dice que muerde la mano de todo aquél que miente-.
Seguimos nuestra larga ruta y cruzamos el amplio Tíber
atravesando el antiguo (S.II) Puente Sant´Angelo.
Custodiado por diez ángeles, además de su gran valor histórico y artístico
sirve como un fantástico mirador de esta zona de la ciudad. Es la antesala
además del Castell Sant´Angelo, otro monumento romano del siglo segundo que
resalta gracias a su gran tamaño, sus cinco pisos y su novedosa forma circular.
Coronado también por un ángel, las vistas desde la parte alta son magníficas y
alberga además el Museo Nacional, no tan extenso ni tan impactante como da a suponer
su nombre.
Es el último lugar de visita imprescindible antes de llegar
a pie al país más pequeño (0,44 kilómetros cuadrados) y el menos poblado (ni 1.000 habitantes) del mundo: la ciudad-estado
de El Vaticano. Pese a su independencia política de Italia y a sus curiosas
características - reducido tamaño, altísima renta per cápita, carácter de
residencia del Sumo Pontífice y de los altos poderes de la Iglesia, el uso del
latín como idioma oficial- geográficamente es solo otro distrito de Roma. El
más imponente, lujoso y lleno de tesoros dentro de una ciudad imponente, lujosa
y llena de tesoros, eso sí.
La Santísima Trinidad (nunca mejor dicho) del Vaticano la
conforman la Plaza de San Pedro, la Basílica y los Museos. La primera es un
impresionante espacio ovalado con un gigantesco obelisco como centro, rodeado
por un mar de 284 columnas y coronado por un ejército de 140 estatuas de santos;
los museos, por su parte, albergan 14,5 kilómetros de ricas esculturas,
pinturas, joyas, tapices y multitud de enseres procedentes de todos los lugares
del mundo. La ruta turística, de ‘solo ’ un kilómetro, culmina en la soberbia
Capilla Sixtina, en cuya construcción colaboraron genios como Botticelli o
Miguel Ángel, quien pintó la cúpula, y que sirve además como escenario para la
coronación de los papas.
La Basílica, construida entre los siglos XVI y XVII,
constituye una obra maestra del arte renacentista y barroco. Acoge la tumba de
numerosos papas - incluido el primer pontífice, San Pedro- y multitud de obras
de arte entre las que destacan la maravillosa Piedad de Miguel Ángel o el
grandioso Baldaquino de bronce que diseñó Bernini. Su lujosísimo interior de
oro, plata, mármol y madera llama tanto la atención como su descomunal tamaño: 190
metros de longitud, 136 de altura en su cúpula y una capacidad para 20.000
personas. Por ambos poderes (lujo y magnitud) y por su importancia histórica y
presente es considerado el mayor templo de la cristiandad. La vista desde su
terraza, con la majestuosa plaza a los pies del visitante, resulta también
espectacular.
Este extenso reportaje se refiere solo a una pequeña parte de
Roma, que cuenta con todo lo ya citado y mucho más: las termas de Caracalla,
las catacumbas, la Villa Borghese, el mercado de Trajano… Son innumerables las obras
de arte que ha dejado su riquísima y extensa historia pero me vais a permitir que deje de escribir,
pues me encuentro tan agotado como lo estaba después de recorrer -lo que me
dejaron las piernas y el tiempo- la colosal Ciudad Eterna. El cansancio es el
precio que hay que pagar para disfrutar de una de las ciudades más antiguas,
bonitas, ricas y fascinantes del Planeta Tierra, y quizá la más grandiosa.
Bienvenido sea.
Solo tengo una palabra para Roma: impresionante. Me encantó, aunque también me abrumó la gran cantidad de monumentos que encuentras a cada paso. Pero sin duda merece la pena recorrerla a pie, aunque después estés a punto de cortártelos porque terminas agotada. Y la Fontana de Trevi.... creo que la vi a todas horas del día y todos los días que estuve allí, genial!!! Yo sí tiré la moneda!!! Muy bueno Diego.
ResponderEliminarEntonces tú sí que volverás seguro, jeje. Creo que tenemos la misma impresión de Roma: agotadora pero increible. Gracias por leértelo!
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarRoma es fantástica, cada lugar tiene su historia y su encanto particular!
ResponderEliminarTienes razón. Roma es increíble, pero hay tanto mundo por ver que ni en 1.000 vidas podríamos ver todo lo interesante que guarda
Eliminardios que hermosura como me gustari conocerla, felicidades por ta bello viaje
ResponderEliminarMuchas gracias! Ojalá la puedas conocer, ¡merece la pena!
EliminarMuchas gracias! Ojalá la puedas conocer, ¡merece la pena!
Eliminar