Dentro de esa autenticidad que resalto de Galicia en general, si algo es auténtico y salvaje son las Rías Altas. Hablaré en este post de la costa este de la provincia de A Coruña, frontera entre el Atlántico y el Cantábrico, la zona que mejor conozco dado que he tenido la suerte de haber vivido muchas vacaciones en ese paraíso y un lugar espectacular para hacer una ruta de unos pocos días por carretera. Miradores, playas desiertas, acantilados, aldeas y bosques jalonan esta pequeña área de la que os voy a hablar.
Comenzaremos la ruta por el “oeste del este”, por San Andrés de Teixido, lugar al que “vai de morto quen non vai de vivo”, como reza el dicho, y uno de los sitios clave dentro de la tradición histórica/religiosa/mágica/supersticiosa gallega. Se trata de un santuario apartado en una escarpada zona costera que se ha convertido en uno de los principales símbolos de la Galicia ancestral y en un lugar frecuente de peregrinación en el que se mezclan desde hace siglos la religión y la superstición. Más allá del bonito paisaje que lo rodea merece la pena visitar este sencillo templo del siglo XVI que tanta leyenda encierra.
Un poco más al norte, y seguramente después de ver alguna
manada de caballos salvajes, llegamos al espectacular Cabo Ortegal, coronado
por su faro. Es el mejor sitio desde el que contemplar los famosos ‘aguillóns’
–aguijones-, escarpados islotes rocosos que se adentran en el revuelto mar y a
los que solo llegan las aves y los valientes percebeiros. El paisaje desde el Mirador de Vixía de
Herbeira, con 620 metros el acantilado más grande de Europa, tampoco debe dejar
de verse.
Entramos en la ría de Ortigueira, pasando por algún
agradable pueblo como Cariño, e inevitablemente llegamos a la población que le
da nombre, el principal municipio de la zona.
Ortigueira es una población mediana con muchos de los servicios y de las
tiendas que les faltan a los pequeños pueblos de alrededor y conocida sobre todo
por el macrofestival de música celta que se organiza cada verano en julio, una
cita que los aficionados a estos sonidos no deben perderse. Tampoco se debe perder la cercana playa de
Morouzos-Cabalar, de dos kilómetros de extensión y cien metros de anchura.
Continuamos la ruta y, pasado otro lugar de interés como
Espasante –con una bonita y pequeña playa y una pequeña ermita cercana en la
que se homenajea a los marineros fallecidos- cogemos un desvío a la izquierda
para dirigirnos a Céltigos-Mazorgán, como dice el tópico el secreto mejor
guardado de esta zona. Estas dos aldeas apartadas y prácticamente desconocidas condensan
en apenas un par de kilómetros cuadrados la esencia de Galicia: playas
salvajes, acantilados, casas sencillas, campos de labor y bosques frondosos. Un lugar mágico que ha calado en mí pues tuve
la suerte de pasar allí mis vacaciones cuando era niño, al que he vuelto muchas
veces y ante el que no puedo resultar indiferente dados los muchos y buenos
recuerdos que me trae.
Dejamos de lado Céltigos y mi morriña y seguimos avanzando
por la carretera principal –eso es mucho decir- entre curvas y bosques de
eucalipto en dirección a la provincia de Lugo. Una media hora después no se puede renunciar a
coger otro desvío, el que lleva a la playa de Esteiro. Aparcando el coche y después
de caminar a través de una zona de juncos se despliega ante nosotros un
impresionante arenal que acoge una playa
abierta de aguas limpias y revueltas. Normalmente poca o ninguna gente veréis allí,
pues es otro de esos tesoros que por fortuna han permanecido ocultos al turismo
de masas. No hay ni una casa que estropee la vista, sí una ría bonita que
desemboca entre rocas y juncos al mar. Una playa increíble, en definitiva, perfecta
para dar un paseo, meditar, relajarse o pegarse un buen baño a tu bola si no le
temes al agua ‘fresquita’.
Vamos acabando el viaje y, ya en el límite de la provincia
de A Coruña, debemos visitar O Barqueiro, un acogedor y minúsculo pueblo de
pescadores escondido entre la montaña y la ría del mismo nombre desde el que se
divisa el largo puente de hierro que da paso a Lugo. Poco turístico pero
auténtico, como toda la zona de la que os estoy hablando, es perfecto para
tomar un buen plato de pescado o de marisco acompañado de un vino blanco mientras
contemplas el pequeño puerto repleto de barquitas de madera (y de gaviotas) y
la amplísima ría. Como curiosidad os cuento que el nombre del pueblo se debe a
la existencia de un barquero que antiguamente ayudaba a cruzar al otro lado de
la ría cuando no se había construido aún un puente.
Acabamos este recorrido unos kilómetros más allá y en otro
cabo, al igual que el de Ortegal, mítico: el de Estaca de Bares. Abierto, ventoso, con escasa vegetación y su
correspondiente faro antiguo, es otro de los muchos ‘Finisterres’ de la provincia
de A Coruña y el punto más septentrional de la Península Ibérica. Una vez más, la amplia
panorámica que se puede contemplar desde allí corta la respiración, y puede
suponer el último gran recuerdo de nuestro pequeño viaje.
Supongo que no debe ser fácil vivir esta zona con la pasión
con la que yo lo hago, pero aunque no os llegase a transmitir todo eso creo que
no os podéis perder este precioso trozo de la Galicia salvaje y auténtica, poco
visitado y repleto de naturaleza.
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