He tenido la suerte de disfrutar del increíble paisaje de
paraísos en la Tierra como Escocia, Madeira o Lanzarote, lugares de una belleza
que corta la respiración. Pero hay un espacio en el mundo que está fuera de
concurso, tan bonito, espectacular y singular que parece no una maravilla terrestre
sino simplemente otro planeta. Islandia, el país del fuego y del hielo, es sin
duda el lugar más impresionante que he visto.
La lejana, inhóspita y despoblada Islandia, pegada a
Groenlandia y a caballo entre Europa y América, ofrece al viajero una cantidad
de naturaleza abrumadora, colores y formas que jamás ha visto en su vida,
paisajes únicos. Volcanes, glaciares, géiseres (de hecho, la palabra ‘geysir’
es islandesa), cañones, cascadas, acantilados, campos de lava, lagos, fiordos y
playas de arena negra componen el cuadro de este inmenso parque natural que se
hace llamar país y que se adorna además con dos fenómenos únicos: en verano el
sol de medianoche y en invierno las auroras boreales. Dos maravillas, por
cierto, que no tuve la suerte de vivir.
Su aislamiento geográfico, su escasez de habitantes -unos
300.000-, de animales (a excepción de los caballos y las ovejas, más numerosas
que los humanos) y de vegetación, su idioma imposible de vocablos largos e
impronunciables, su rica y arraigada mitología (más de la mitad de los
islandeses creen en los elfos, con eso está todo dicho) y su clima revuelto y
duro contribuyen también a convertir Islandia en un mundo aparte, a esa
sensación de haber abandonado la Tierra para llegar a un planeta lejano. Algunos
colores son tan peculiares que parecen artificiales, creados por algún genial
pintor; algunos caprichos de la naturaleza tan sorprendentes que la mente no ha
llegado siquiera a imaginarlos; algunas sensaciones tan irreales que en
ocasiones tienes la sensación de estar metido de lleno en un sueño.
Ante tanta maravilla de la naturaleza pasé boquiabierto
cada segundo de las dos semanas que estuve allí. Es cierto que me costó un
riñón el viaje (una paga extra de navidad y otra de verano), pero también que
el esfuerzo económico que realicé para ver Islandia quedó compensado con creces
a base de naturaleza desbordante, como seguro lo quedará el vuestro si decidís
viajar allí.
Dejando de lado el seguramente también increíble interior de
Islandia (solo apto para todoterrenos debido a su peligrosidad y cuya estrella
es el monte Hekla, el volcán más grande de la nación) os invito a dar la vuelta
a la isla, aunque va a ser difícil condensar tanta maravilla en estas líneas.
Salimos de Reykjavik para alcanzar a través de la carretera circular, la única
‘gran’ vía (en realidad solo tiene un carril por cada dirección) que raja la
inmensidad de Islandia, el Triángulo de Oro, las tres primeras obras de arte
que ha creado la naturaleza en el país.
La inicial es el Parque Nacional de Thingvellir, que acoge
un espectacular cañón volcánico fruto de la antigua separación de las placas
tectónicas de Eurasia y América y que fue también lugar de reunión de los
diversos clanes islandeses en el que se consideró el primer parlamento europeo
allá por el siglo X; la segunda es una zona de gran actividad volcánica,
plagada de sulfataras, pozas de lava, ríos de agua caliente y géiseres, que
acoge precisamente el descomunal Geysir, el cual en su día llegaba a expulsar
de su descomunal cráter líquido hirviendo a 80 metros y que ahora se encuentra
dormido por culpa del maltrato humano. Otro geiser cercano, el Strokkur,
sorprenderá aún así a los visitantes pues el agua que expulsa cada pocos
minutos llega a alcanzar los 20 metros; y la tercera es quizás la cascada más
impresionante de entre las muchísimas cascadas impresionantes de Islandia, lo
que es mucho decir: la monumental Gulfoss, catarata de dos saltos enclavada en
un cañón creado por ella misma. Son tales su belleza, fuerza, caudal y magnitud
-25 metros de ancho, 32 de caída, 109 metros cúbicos por segundo de media…- que
te hace sentir minúsculo y te provoca una sonrisa irónica al pensar en las típicas
excursiones que has hecho en España a las típicas ‘grandes cascadas’, gotas de
agua en comparación con la inmensidad de este mar interior.
Recuperados de la impresión tras esas primeras tres
maravillas seguimos nuestro viaje hacia el sur. La tierra, antes más seca,
ahora se vuelve de un verde fosforito y junto a alguna casa desperdigada
empiezan a aparecer en los prados los bonitos y peculiares caballos islandeses
(parecen ponis) y las peludas ovejas, auténticas bolas de pelo con patas. Dos
increíbles cascadas más nos esperan para sorprendernos en nuestro camino:
Sejklandafoss, cuyo final asemeja la entrada de un dragón chino en un lago y
que se puede rodear por detrás, y Skogafoss, altísimo salto de agua con una
potencia brutal que desemboca en un río de arena negra. Ambas se encuentran
enclavadas en un paisaje de cuento, para variar.
Al sur del sur llegamos a un acantilado desde el que se
puede contemplar la monumental playa de Vyk, que poco tiene que ver con un
arenal mediterráneo: revuelta, salvaje, de una extensión de varios kilómetros,
con el mar helado de color gris y la arena negra. Por si fuera poco el
atractivo del lugar desde allí se presencia una peculiar formación rocosa cuya
forma encierra una leyenda, la de dos trolls que arrastraban un barco hacia la
orilla y que al alcanzarles la luz del sol quedaron petrificados para siempre.
En los acantilados que delimitan la playa existen dos atractivos más: a los
pies de uno se encuentra una especie de órgano de basalto formado por los
caprichos de la actividad volcánica y en lo alto del otro se puede ver en
ciertas épocas del año (yo tuve esa suerte) una importante colonia de
frailecillos: pequeñas, divertidas y peculiares aves a caballo entre la
gaviota, el pingüino y el loro que solo se dejan ver en este maravilloso país.
Seguimos viaje y volvemos hacia el norte siguiendo la costa
este a través de un paisaje ahora desolado, un desierto de arena negra que más
adelante se convierte durante un tramo en un surrealista mar de musgo. Al
tiempo se empieza a ver, a lo lejos y entre un mar de nubes, el glaciar
Vatnakojull, el más grande de Europa y otro de los impresionantes poderes de
Islandia, una especie de gigantesca olla rebosante de hielo cuyas lenguas
alcanzan el llano. Pero antes de subir
allí deberemos visitar el Parque Nacional Skaftafell, una agradable zona
arbolada -de las poquísimas que existen en la isla- que acoge varias rutas de
senderismo. La más popular desemboca en otra de las famosas cataratas de
Islandia: Svartifoss, la cascada negra. Para ser islandesa no es ni muy
caudalosa ni muy grande, pero destaca por los espectaculares tubos de basalto
que le rodean y que le han dado nombre. Llegados a este punto, un poco más
adelante, una opción irrenunciable es la de subir en 4x4 al Vatnajokull, donde
se organizan pequeñas excursiones en moto de nieve en medio de la inmensidad
del glaciar, que abarca hasta donde alcanza la vista y que suponen una
experiencia única.
Bajamos y a unos pocos kilómetros nos espera la laguna
glaciar Jokulsarlon, a juicio de muchos el lugar más espectacular de Islandia
(y eso que hay competencia) y al mío el sitio más bonito en el que he estado y
quizás estaré en mi vida. Circundada por el propio glaciar, que se derrite en
ella, y por el mar siempre revuelto, y rodeado en parte por una pequeña playa
de arena negra se encuentra este lago. Inmerso en un paisaje de película, lo
más sorprendente son los bloques de hielo que flotan en él, de las más diversas
formas y de tonos irreales que van entre el blanco y el azul fosforito. Navegar entre ellos en un bote, con la vista
del glaciar al fondo, es algo que no se puede explicar con palabras.
Tras atravesar una agradable localidad pesquera, Höfn,
comenzamos nuestro recorrido por la zona este de la isla, plagada de bonitos
fiordos que se tarda un mundo en atravesar (pero no importa) para luego
meternos hacia el interior. Ya pasada la anodina Egilsstadir, un buen tramo más
tarde el paisaje se va tornando más y más seco hasta convertirse en lunar, al
estilo de Lanzarote, con grandes desiertos y pequeñas montañas y descomunales
espacios llanos de arena negra, marrón o roja que acompañan nuestro recorrido.
Al poco tenemos la opción de desviarnos a la izquierda hacia una minúscula
aldea en medio de la nada que parecería importada del lejano Oeste si no fuera
por su pequeña iglesia y sus casas típicas islandesas (tan sencillas que
parecen de juguete, con tejado a dos aguas y con hierba en su techo para
proteger el interior del inclemente frío).
Salimos
de nuevo a la carretera principal y nos dirigimos al norte entrando de lleno en
otro Parque Natural, el de Jokulsargljufur –toma nombrecito-, cuyo punto
culminante es la cascada Dettifoss, un sorprendente oasis en la sequedad y
aridez que le rodea. Es otro de los saltos más impresionantes de Islandia, una
cascada de una fuerza y caudal tan brutales que su estruendoso sonido se
escucha a varios kilómetros de distancia y que tiñe de verde el cañón que lo
guarda.
Dejamos
esta nueva maravilla y un tiempo después llegamos a otra: el cañón de Asbyrgi,
una magna formación natural que esconde entre sus rotundas paredes verticales
un bosque, un lago de agua cristalina lleno de patos y un altavoz de sonidos
gracias a su fuerte eco. Tiene una peculiar forma de herradura ya que según la
leyenda se formó cuando Slepnir, el caballo de Odín, moldeó la tierra con uno
de sus cascos. Yo, menos romántico, creo que salió así y punto (perdón por chafarlo,
podéis creer la leyenda si queréis).
Llegamos ahora al mar y alcanzamos Husavik, agradable
pueblo pesquero de casas de colores y un buen lugar de partida para coger un
barco por el gélido Mar de Groenlandia e ir a ver ballenas. El peaje, el
tremendo frío que hace en alta mar y la seguridad de que saldrás con los pies
mojados y congelados, es alto, pero queda compensado al ver salir del agua y
hundirse en ella a estos gigantescos animales de casi diez metros. Algunas
ballenas llegan a sobrepasar los veinte, pero no tuvimos la fortuna de verlas.
Abandonamos de nuevo la costa y nos metemos un poco
en el interior para ver otra de las cumbres de la visita a Islandia, el gran
lago Myvatn y sus sorprendentes alrededores. Podemos, entre otras muchas cosas,
dar una vuelta por la zona de Dimmuborgir, una especie de Ciudad Encantada
volcánica, subir al inmenso cráter –de un kilómetro de circunferencia- del negro
volcán Hverjfall y contemplar sus maravillosas vistas o pasear por otra
espectacular zona de fuerte actividad volcánica plagada de solfataras y de
pozos de lava que se disfrutaría mejor si no despertara un olor tan fuerte a
azufre que es capaz de estropear cualquier digestión. A unos kilómetros del
lago podemos o más bien debemos visitar Godafoss, la Cascada de los
Dioses. Su atractivo estético es su gran
anchura -en realidad es un semicírculo formado por varias cataratas anexas-; su
atractivo histórico reside según la leyenda en que fue el lugar al que se
arrojaron las estatuas de los dioses paganos cuando Islandia se convirtió al
cristianismo.
Un poco después, escondida en el mayor fiordo del
país, un espejo de aguas cristalinas, se encuentra Akureyri, que pese a
tratarse de la segunda población principal de la nación y de la capital del
norte apenas es una pequeña ciudad o más bien un pueblo grande de unos 15.000
habitantes. Un sitio bonito con casas de estilo nórdico por el que pasear que
cuenta además con todos los servicios. En
nuestro camino hacia la península de Snaefelness, la última etapa de nuestro
viaje, se encuentra Varmahlid. En sus alrededores está la Granja Glaumbaer, que
cuenta con un pequeño museo y que supone un fantástico ejemplo de casa
tradicional islandesa apta para la visita del que se quiera acercar un poco más
a la cultura y al modo de vida locales.
Por último, alcanzamos la casi deshabitada (como
toda Islandia, por cierto) península de Snaefellness, increíble territorio que engloba
todas las virtudes de la variedad paisajística de la isla -volcanes, fiordos,
lagos, campos de lava, cascadas- y que además acoge el impresionante y mítico
Snaefellsjökull, el volcán en el que Julio Verne situó su Viaje al centro de la
Tierra. Cerca de él se encuentran además varias gigantescas playas de arena
rosa, tan irreales que te hacen pensar si te han echado alguna droga en el
desayuno, y desde las que con fortuna se puede ver alguna familia de leones
marinos que miran con curiosidad a los escasos turistas que allí llegan.
Tan exhaustos como maravillados llegamos al fin a la
capital, Reykjavik, que supone una dosis de realidad en el sueño que hemos
vivido. No es una ciudad especialmente bonita, tal vez demasiado gris, pero sí
cómoda y agradable. Cuenta, además de con los edificios oficiales, con una gran
iglesia muy peculiar –Hallgrímur-, el modernísimo auditorio y centro de congresos Harpa, el también novedoso mirador apodado La
Perla, un tranquilo lago urbano como Tjörn y alguna casa interesante de estilo
nórdico. La ciudad posee una importante vida cultural y de ocio para ser una
localidad de un tamaño reducido y nos servirá para descubrir que sí, que viven
personas en este increíble país (unas 120.000 en la urbe).
Eso me recuerda que no hemos hablado de las
peculiaridades de la sociedad islandesa, tan original como su paisaje. Es increíble lo avanzados que están
socialmente sus habitantes, como demuestran numerosos detalles de los que solo
os contaré unos cuantos para no aburrir y que contribuyen a la gran calidad de
vida (frío aparte) del país: la cantidad de delitos es ínfima, la policía no
cuenta con armas de fuego, la nación no posee ejército propio, la gente deja
sin problemas sus pertenencias al alcance de cualquiera, el teléfono del
presidente (que reside en una casa de Reykjavik y no tiene escolta) se
encuentra en la guía de teléfonos como el de cualquier otro ciudadano, la
democracia es muchísimo más participativa que en casi cualquier país del mundo,
la afición de los islandeses a la lectura es inmensa (e incluso uno de cada
diez escribe un libro), el paro muy bajo pese a la crisis, los derechos
sociales innumerables… Vamos, que si no hiciera tanta ‘rasca’ te darían ganas
de irte a vivir allí.
Para quitarnos el frío, por último, se antoja una postrera
y obligada visita a la Laguna Azul, la más popular de las piscinas de aguas
termales del país, otro lugar irreal escondido en una llanura volcánica y
habitualmente acompañado de una densa niebla que te hace pensar por milésima
vez que te hallas en otro planeta. Tras ese momento de relax extremo toca
volver a España, siempre con la sensación de que has vivido un sueño del que te
vas despertando, poco a poco, en el avión de regreso. Y es que Islandia es tan
bonita, sorprendente y peculiar que no sabes distinguir la realidad de la
ficción, que con el paso del tiempo continúas sin saber si la has vivido en
realidad o si solo la has soñado.
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