Ambos viven en el Norte de África, pero en
países diferentes. Uno en Túnez, otro en Marruecos. Uno tiene a sus pies el
luminoso Mediterráno; el otro se
enclava, a media altura, en plena cadena del Rif; el aire del mayor es algo más
mundano, interior, con sus modestas viviendas de color tierra a las
alrededores; el del pequeño es más refinado, anexo a una urbanización de lujo y
un coqueto puerto deportivo; ambos presumen de su amplia historia y de su
fantástico estado de conservación.
1456 kilómetros y casi un día entero de viaje
en coche les separan, pero su sangre azul y blanca les hermana, haciéndolos tan
semejantes a los ojos del ajeno como, en cierta manera, las naciones a las que
pertenecen. Rivalizan, sin saberlo, en belleza y en atractivo, más aún cuando
sus poderes son similares: la fuerza radiante de sus colores, tan intensos que
llegan a hacer daño a la vista en un día soleado; sus labradas puertas de color
azul; la calma que se respira al pasear por sus cuidadísimos y pequeños cascos
históricos; sus escaleras empinadas e irregulares, sus callejones, sus cuestas;
la calma relativa de sus inevitables zocos. Son un oasis de paz y tranquilidad
en sus respectivos y caóticos países, su nota discordante y, sin embargo, posiblemente
la más hermosa.
Son Sidi Bou Said, en Túnez,
y Chefchaouen, en Marruecos.