12 reportajes ya en este blog y no había hablado aún de las maravillosas Islas Canarias, un crimen que no dejaré pasar una semana más. Esta Comunidad Autónoma española rodeada de Atlántico por todos lados es una región especial, mágica, tan diferente a todo en la Península y por otro lado tan nuestra, que puede presumir además de una personalidad propia, de un sello diferencial. Desde que visité las Islas Afortunadas (qué nombre tan apropiado) por primera vez ya he estado allí en cinco ocasiones, y las que me faltan. Desde el primer momento me engancharon las Canarias, con las que me une desde entonces no una vinculación familiar ni cultural, sino un lazo mucho más importante aún: el emocional.
Es
difícil llegar a las Canarias y no encariñarse con ellas: sus paisajes
imposibles modelados por el vulcanismo, su inmensa variedad natural, sus
especies endémicas, sus playas repletas de vida, su arquitectura colonial, sus
papas con mojo, su eterno clima de verano suave, su música relajante,su
tranquilidad y alegría. Y, sobre todo, su gente, que es también parte del
fantástico patrimonio del que pueden presumir las islas. Gente tranquila,
bondadosa, sencilla, que mira siempre la vida con calma y una sonrisa en la
cara; gente que te hace sentir como en casa, que transmite siempre un modo de
ver la vida envidiable para el peninsular (o godo, como nos llaman los
isleños). Sumergirte en las Canarias supone así bajar las revoluciones,
relativizar los problemas y mirar la vida con optimismo, aunque sea por unos
días: un efecto tila que genera endorfinas, en definitiva.
Mi
puerta de entrada a las islas fue Tenerife, y resultó un acierto la elección:
esta ínsula, la mayor del archipiélago, es todas las Canarias en una, pues
concentra y sintetiza en su paisaje, clima, arquitectura y gente todas las
virtudes de las también maravillosas islas que la rodean. Su corona de reina de
las Canarias (perdón a los grancanarios) la pone el grandioso Teide, el monte
más alto de España, que vigila y domina a las otras islas y al Océano Atlántico
por encima de un casi perpetuo mar de nubes.
Sin
embargo no se puede dejar de lado la realidad de que no todo en Tenerife es
perfecto, como en cualquier lugar. La cara sur de la isla resulta estéticamente
fea -un amplio, aburrido y anodino escenario de color terroso- y el turismo de
masas y la especulación urbanística en algunas partes han alterado su esencia y
deteriorado su entorno.
Quedémonos
mejor con lo bueno, con todo lo increíble que esta isla tiene que ofrecernos. Dejaremos
de lado, eso sí, la mitad sur de la misma, una inmensa masa de tierra y piedra
de color marrón que conforma un paisaje anodino, seco y sin interés. Si acaso
citaremos las buenas playas del suroeste -Las Américas, Los Cristianos-, que
están plagadas de alemanes, ingleses y megaestructuras hoteleras; las
supuestamente antiguas pirámides de Güimar, que resultan ser un fraude pues su
origen data simplemente del siglo XIX; y alguna localidad costera interesante y
agradable como es el caso de Candelaria, donde se encuentra la patrona de las
Islas Canarias. Tampoco nos detendremos demasiado en la capital, Santa Cruz de
Tenerife, un amplio municipio costero que no llama la atención ni por bonito ni
por feo aunque cuente, como toda capital que se precie, con numerosos puntos de
interés: la Plaza de España, el Auditorio, museos, iglesias y playas cercanas…
Pero
vamos con lo realmente interesante a mi juicio (y al de muchos) de la isla: la
cara norte, que gracias a su diferente clima –la gran barrera del Teide resulta
decisiva- presenta un aspecto totalmente diferente al sur: una frondosa
vegetación que forma suaves lomas, que siempre con el gigante vigilando
descienden hacia el revuelto Atlántico. Dragos (el símbolo de las Canarias),
plataneras, tabacaleras, cactus y diversidad de especies vegetales y campos de
cultivo pintan de verde el paisaje de la preciosa zona norte tinerfeña.
Empezamos
nuestra visita norteña dando un paseo por La Laguna, antigua capital del país y
cuya belleza, historia y armonía sonrojan a la cercanísima Santa Cruz. Se trata
de un municipio agradable y tranquilo, prácticamente llano, empedrado y plagado
de casas de colores de estilo colonial que recuerdan inevitablemente a
Hispanoamérica (muchas veces se tiene esa sensación en las Canarias). San
Cristóbal de La Laguna, núcleo urbano más antiguo del Tenerife merced a sus 500
años de vida y Patrimonio de la Humanidad es un perfecto lugar para una vuelta
relajada y contiene además muchos edificios de interés cultural tales como la
Catedral, la Iglesia de la Concepción, el museo de la Ciencia y el
Cosmos y el de la Historia, El Palacio de Nava, la Plaza del Adelantado, el
Santuario San Francisco de Venara o sus numerosas casas señoriales.
Salimos de La Laguna y cambiamos de tercio, pasando de una
ciudad interesante a la naturaleza salvaje que desborda la Península de Anaga,
al noreste de Tenerife. Se trata de un área increíblemente frondosa y
montañosa, envuelta a menudo en una densa niebla, que además se mantiene
prácticamente virgen al no haber caído en las redes del turismo. Sólo algunas
poblaciones pequeñas aparecen en el exceso de paisaje de una zona perfecta para
realizar senderismo entre la montaña y el mar.
Nuestro siguiente destino, yendo hacia el oeste, es el Puerto
de la Cruz, agradable población de tamaño mediano que no ha perdido su encanto
pese a su fuerte poder de atracción turística. Pegado al mar, en lo más bajo
del suave aunque inmenso descenso de color verde desde el rey Teide, es un
municipio que mezcla de una manera equilibrada el urbanismo moderno y el
antiguo, la vanguardia y la tradición, su carácter canario con la influencia
foránea. El casco viejo, las fortificaciones defensivas, el puerto o el Loro
Parque son algunas de sus atracciones, pero su mayor baza es Playa Jardín, una
bonita ensenada de arena negra custodiada por un mar de vegetación. La mejor
playa de Tenerife en mi opinión, por el lugar en sí y por sus bonitas vistas.
Un poco más arriba se encuentra La Orotava, que da nombre al
valle que acoge ambos municipios. Es una bonita y próspera población que
condensa como pocas el estilo arquitectónico de las Islas Canarias, amén de sus
costumbres y modo de vida. Las casas señoriales de estilo colonial, con
elegantes y coloridos balcones de madera, son su sello distintivo, y acoge
numerosos y pequeños museos que recogen las tradiciones de las islas.
Salimos de nuevo a la carretera del norte y siguiendo hacia
el este nos encontramos otro lugar con encanto: Icod de los Vinos. Población
con un interesante, sencillo y cuidado casco antiguo colonial, en el que el
blanco de las casas y el color madera de los balcones predomina… y que presume
por encima de todos de su drago, el Drago Milenario. Este árbol de una especie
tan curiosa –endémica de Canarias, Madeira, Azores y Cabo Verde- es el más
antiguo de las Islas Afortunadas y se
ha convertido en uno de sus símbolos. Se trata de un gran ejemplar de entre 500
y 600 años que atrae las miradas sorprendidas de los muchos turistas que se
dejan ver por Icod.
A pocos kilómetros se encuentra Garachico, otra bonita y
tranquila localidad que saca pecho gracias a sus piscinas naturales, su puerto
y, sobre todo, su rica historia. Basta con decir que los padres de Simón
Bolívar, uno de los héroes de la emancipación americana, nacieron allí.
En la punta noreste, si el conductor se ha atrevido a
atravesar una más que preocupante zona de desprendimientos hasta llegar a la
recóndita y árida punta de Teno, coronada por su famoso faro, el paisaje nos
regala una vista espectacular: la de los Acantilados de los Gigantes,
descomunales paredes verticales de hasta 600 metros que mueren en el mar, y que
los guanches consideraron en su día el fin del mundo. Bien desde tierra firme o
desde cualquiera de los muchos barcos que se acercan a ellos la visión de esta
maravilla de la naturaleza es estremecedora.
Más estremecedor resulta todavía hacer la ruta de montaña
que conduce a la pequeña villa de Masca, recorriendo una carretera sinuosa y
estrecha rodeada de barrancos , que parece diseñada por el mismo demonio y que
pondrá los pelos de punta al más pintado. En algunos tramos simplemente no
caben dos vehículos a la vez, por lo que si se cruzan uno de los dos debe
descender, con el precipicio debajo, hasta llegar a alguna curva que permita el
paso. El espectacular y rotundo paisaje que rodea al viajero por todos lados
compensa en mi opinión el susto que está obligado a pasar si corre sangre por
sus venas.
Tenerife provoca emociones intensas en el viajero, pero nos
hemos dejado el plato fuerte para el final: el rey Teide, el monte más alto de
España y que a su grandeza une una belleza y originalidad tales que se ha
convertido en una cima mítica. Realizar el ascenso hasta él es la mejor
experiencia que se puede tener en Tenerife, sin duda: primero atravesando un
frondoso bosque de pinos canarios, plagado de miradores por encima de las
nubes, para luego alcanzar un desierto de mil colores fruto de la naturaleza
caprichosa del volcán que desemboca en el tramo final del coloso. Boquiabierto
a cada segundo que pasa, el viajero trata de asimilar la sobredosis de colores
y formas originales que devora sus sentidos, sin conseguirlo.
La carretera muere a más de 2.000 metros en la base de la
parte alta del Teide, desde donde tocará coger un funicular -si no se quiere ir
a pie- para recorrer los últimos cientos de metros y alcanzar casi la cima.
Desde allí (habiendo pedido un permiso antes, pues el acceso está controlado)
se deberán recorrer, ya a pie, más de 150 metros para alcanzar tras un camino
de rocas los 3.717,98 de los que presume el gigante de España en su cima.
Parece fácil pero no lo es, ya que a esa altura el oxígeno escasea y el corazón
se acelera cada pocos pasos: tanto, que un cartel recomienda parar
frecuentemente para no tener un susto cardiaco. Es cierto, ya que notas cómo el
corazón se dispara e incluso las piernas flaquean si das tres o cuatro pasos de
más.
Pese a todo, no es peligroso tomando las precauciones
oportunas, y el premio que espera es descomunal. Tras un último tramo en el que
no habría sorprendido encontrarse al demonio, entre gases volcánicos y un
fuerte olor a azufre que emana el interior del volcán, se alcanza el punto más
alto de España. Coronar su cima provoca una alucinante sensación de plenitud,
por dos motivos: primero, la increíble
belleza natural que envuelve al caminante, fruto no sólo del irreal entorno
volcánico que le rodea, sino de la visión en un día despejado del mar y las otras
islas y en uno más cubierto de la vista de otro mar, el de nubes que abraza la
cúspide del gran volcán; y segundo, por esa satisfacción infantil que se siente
siempre al alcanzar un lugar límite, un récord nacional, una cota terrestre.
Resulta difícil asumir en un lugar como esos que en algún momento te tienes que
marchar.
Eso mismo sucede al coger el avión que te devuelve a la
Península, una nostalgia inmediata de lo que acabas de vivir y, sobre todo, de
sentir. Pero las Canarias están siempre ahí, tan cercanas y diferentes a todo a
la vez, y cuando sales de ellas sabes que esa despedida no será nunca un adiós,
simplemente un hasta luego.